jueves, 21 de febrero de 2019


MONOGRAFÍAS FILOSÓFICAS CRÍTICAS VI



Patricio Valdés Marín


CONTENIDO

  1. Una metafísica del universo                       
  2. Las categorías metafísicas            
  3. Causalidad y estructuración                       
  4. La energía                         
  5. Energía cuantificada                      
  6. Contradicciones de la teoría general de la relatividad          
  7. Una cosmología                            
  8. La esencia de la vida                     
  9. El instinto de dominio – una teoría             
10. El sistema de la afectividad                       
11. El cerebro y la conciencia              
Lo epistemológico I - https://unihummono4.blogspot.com
12. La psiquis                                     
13. El discurso filosófico histórico                  
14. Una teoría del conocimiento I                     
Lo epistemológico II - https://unihummono5.blogspot.com                              
15. Una teoría del conocimiento II                                
16. Los límites del conocimiento humano         
17. Crítica de la ciencia a la epistemología filosófica    
18. La filosofía y la ciencia                              
19. El lenguaje                                    
Lo transcendente I - https://unihummono6.blogspot.com
20. Una cosmovisión               
21. Cuestiones religiosas                     
22. Dios                      
23. La eternidad           
24. La línea divisoria                
Lo transcendente II - https://unihummono7.blogspot.com
25. Reflexionando sobre el significado de la existencia de Jesús         
26. Jesús de Nazaret y el cristianismo                          
27. Breve historia de la humanidad y su relación con lo divino              
Lo socio-político I - https://unihummono8.blogspot.com
28. Antecedentes antropológicos de la sociedad         
29. El ser humano y la sociedad                      
30. Fundamentos antropológicos de la política            
Lo socio-político II - https://unihummono9.blogspot.com
31. La política              
32. La guerra               
33. El Leviatán y los Estados Unidos   
34. El derecho de propiedad privada   
35. La ética del capitalismo                 
36. La tecnología         
37. En el espíritu de El Capital de Karl Marx     
38. Las peculiaridades de la economía de los Estados Unidos        
  



20. UNA COSMOVISIÓN



Dios

Dios nos es tan inasible, incomprensible e indefinible que muchos lo niegan y se declaran ateos. Otros conceden que Él es la causa del universo, pero como está más allá de nuestra experiencia, se declaran agnósticos. Ciertamente, nuestra razón tiene límites, siendo una infamia quemar vivos a quienes no reconocen a Dios. Sólo podemos hablar de Él en términos que imaginamos sin fronteras, como “infinito” para expresar “sin fin”, “eterno” para significar “sin tiempo” y “omnipotente”, “omnisciente” u “omnipresente” para indicar un poder ilimitado. Avanzamos algo más si lo postulamos como creador de un universo que se rige según leyes universales, por las cuales todo es causal, y así hablamos de deísmo. Como muchas personas religiosas aseveran, también la experiencia religiosa puede hablar de Él como un padre bondadoso que se relaciona con cada ser humano, respetando su libertad personal, en que nada es casual y así hablamos de teísmo, siendo ilegítimo socializar como religión la experiencia religiosa de la fe personal por constituir una violación a la libertad de otra persona; también aunque Él nos es invisible, la convicción personal puede sostener que Dios estaría presente y sería poderoso en todo, por lo que podemos encontrarle sentido a todo; asimismo Dios podría considerarse, no sólo como causa del universo, sino como el centro de nuestra existencia y finalidad. Naturalmente, esta aparente doble y contradictoria causalidad nos resulta un enigma y la predestinación agustiniana-calvinista resulta ser una mala solución.

El universo

El universo estaría estrechamente ligado a Dios. Por su naturaleza el universo no pudo ser causa de su propia existencia y menos de su diseño evolutivo. Debió existir distinto de aquél un infinito poder, designio, propósito y voluntad en alguien a quien llamamos Dios, quien lo originó con energía infinita y le implantó un guión para evolucionar y estructurarse según una intención por Él definida, que no podemos naturalmente conocer. Anterior al universo y distinta de Dios, pero dependiente de Él como su emanación, debió existir una energía primigenia. Esta idea contradice tanto la teoría de san Agustín de la creación ab nihilo (de la nada) como la del panteísmo de, p. ej., Baruch Spinoza. Si adherimos a la teoría cosmológica moderna que afirma, tras Edwin Hubble, que el universo tuvo su inicio en el Big Bang, deberíamos concluir, no que éste emergiera espontánea y arbitrariamente, incausado, sino que fue creado por el agente divino.

Para reflexionar primeramente sobre el universo, debemos partir especulando sobre la energía. En la energía, podemos distinguir tres estados: primigenia, cuántica y psíquica. La energía es primigenia porque es naturalmente anterior al universo. Ella es, como veremos, el fundamento de aquél. Esencialmente,  ella es Dios y también la realización del poder de Dios y el principio activo de todo. Observemos que ella no debe ser pensada como un fluido, ya que no posee ni tiempo ni espacio y, siendo ella anterior a estos parámetros, no tiene ni volumen ni peso. Ella no es amorfa, sino que contiene los códigos por los cuales se puede convertir en las partículas fundamentales e intervenir en la complejificación de la materia a partir de dichas partículas. El primer principio de la termodinámica expone un muy relevante principio: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. En el universo ella (la energía cinética) está presente cuando un cuerpo o partícula inicia, cambia o detiene su movimiento. Ella realiza trabajo cuando es mayor que el nivel de energía del medio, que es de la entropía o el equilibrio. Su efectividad está relacionada con su intensidad y la funcionalidad del receptor. Para satisfacer las exigencias del universo ella era y sigue siendo infinita en relación a su expansión y su evolución. Ella no puede existir por sí misma y debe consecuentemente estar contenida o en dependencia de algo; en el universo ese algo es la materia y su transformación.  Veremos más adelante que por la intención reflexionada una persona la estructura psíquicamente en la mismidad de su conciencia profunda, generando su alma desmaterializada que subsiste a su muerte corpórea.

El “Big Bang” se puede definir como el instante, en el mismo origen del universo, hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás, de la transformación de la energía primigenia en energía cuántica. La causa de esta transformación sería Dios mismo. Entonces el universo comenzó a expandirse a la velocidad de la luz desde un punto infinitesimal que contenía la infinita energía primigenia del universo y la energía se granuló en dicho instante. Max Planck mostró, en 1900, cuando relacionó la energía del fotón con la frecuencia y la constante que lleva su nombre y que es muy pequeña, que el universo no es continuo, aunque así pudiera aparecer, sino está cuantificado o granulado.  Los fotones son paquetes muy pequeños de energía. Aunque no masivos, ellos son las partículas fundamentales de la materia. Se comportan como ondas y como corpúsculos al mismo tiempo, como si fueran tanto energía como materia, ya que están a medio camino de ambas. Su vibración se relaciona con el tiempo; su longitud se relaciona con el espacio.  Así, la interacción entre los fotones, que se realiza en un campo de energía, resulta en la formación del tiempo y el espacio, siendo la velocidad de esta interacción la de la luz. Podríamos concluir que la cuantificación de la energía primigenia resultaría ser un acto de creación divina que es necesario para explicar la aparición del tiempo y el espacio y la expansión del universo; esta expansión resulta ser constante y propagarse a la velocidad de la luz, como veremos más adelante.

El tiempo y el espacio del universo están relacionados con el proceso. En primer término, la idea de proceso proviene de la ciencia al observar que en la naturaleza, más que simplemente cambios inconexos, existen conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen. Segundo, el tiempo procede de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de su extensión. Tercero, la infinidad de interacciones originadas en el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo.

La cuantificación de la energía en la escala del fotón, que es la escala fundamental y la menor de todas, contenía un guion que fue y es la transformación de esta energía cuantificada en dos formas básicas, que son la masa y la carga eléctrica, a partir de las cuales el universo se ha ido estructurando en su totalidad. Primero, aunque Albert Einstein demostrara en 1905 la convertibilidad entre la energía y la masa en su famosa y experimentada ecuación E = m·c², mediante el CERNC la ciencia aún no logra relacionar el fotón, que es un bosón sin masa, con el bosón de Higgs, la partícula fundamental de la masa. Hasta ahora este segundo bosón aparece en el origen de la masa, ya que se postula que, como unidad discreta, ésta vibra en un campo propio para estructurar una pequeña cantidad de masa. La masa es responsable de la inercia y la gravedad. En segundo lugar, se encuentra la carga eléctrica en dos estados contrarios  ̶ positivo y negativo ̶  y ella está cuantificada con valor entero. La carga de un signo surge del sustrato de energía simultáneamente que la carga de signo contrario y no necesariamente en el mismo lugar, como la experimentación lo muestra, causando asombro. Tampoco se conoce, si es que el Modelo Estándar de la física de partículas postulara, el origen fotónico de esta carga. La conversión en carga eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto, experimento imposible debido a la su recíproca fuerza de repulsión, ejercerían la misma fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos puntos o centros funcionales, atemporales y adimensionales de energía cuantificada originan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente mediante también energía cuantificada, constituyendo la base de la estructuración del universo. En la medida que el universo se expande, disminuye su densidad y temperatura. Después de que su enorme temperatura inicial descendiera el ambiente permitió la estructuración de distintas partículas subatómicas y los átomos más simples. Se calcula que demoró 300 millones de años para que el universo se pudiera clarificar y los nuevos cuerpos celestes lograran formarse y distinguirse entre sí.

Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de la energía condensada o materia que se va estructurando a escalas superiores. Esta energía se convirtió en el universo y se fue desarrollando y evolucionando, auto-regulada deístamente por lo posible en cada posible escala estructural. La energía primordial comprendía los códigos de la estructuración de las partículas sub atómicas. Estas partículas poseen máxima funcionalidad y adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a transitar a la máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. Adicionalmente, según la segunda ley de la termodinámica la entropía o transformación no es una medida de desorden, sino de estructuración como resultado de la aplicación de trabajo y esto explica la ascendente y complejizada evolución observada en el universo que ha logrado llegar a la estructuración de la energía psíquica, como veremos más adelante.

En el universo cada observador o ser existe en su tiempo presente; para él todo lo demás está entre su próximo y su lejano pasado; en su perspectiva él es el ser más viejo del universo; él está en el mismo centro del universo; él está a la máxima distancia del Big Bang. Al observar hacia la máxima distancia posible (el tiempo que tiene el universo multiplicado por la velocidad de la luz) el observador ve el manto que envuelve a todo el universo. El manto es precisamente el punto infinitesimal del Big Bang. Esta aparente paradoja cosmológica de identificar este punto con nada menos que la periferia de todo el universo cuyo radio o ‘máxima distancia’ que tiene por centro al observador se resuelve mediante un corolario a la contracción de FitzGerald que sirvió a Einstein para formular su teoría especial de la relatividad. Dicha contracción dice, “a la velocidad de la luz la longitud de un objeto, en el eje común de éste y el observador, aparece que se acorta a cero”. Nuestro corolario diría, “desde el punto de vista del observador, no es sólo la longitud de un objeto la que aparece que se acorta, sino que su plano transverso a este eje aparece simétrica y recíprocamente que se agranda. El infinitesimal punto del Big Bang es el único objeto que se aleja necesariamente del observador a la velocidad de la luz. No puede ser menor, ya que sus efectos estarían directa y continuamente perturbándonos; tampoco puede ser mayor, puesto que no habríamos sido afectados de modo alguno, e.d., no existiríamos; en cambio para el observador (para cualquier observador) todo el universo le es visible. Precisamente este punto aparece al observador como la periferia del universo donde él ocupa su centro. Algunos suponen erróneamente que si el Big Bang impulsó radialmente la materia en todas direcciones, habría galaxias que no podríamos ver por estar en las antípodas. No toman en cuenta que dichas galaxias no podrían estar alejándose de nosotros a mayor velocidad que la luz y que lo que se nos aleja a dicha velocidad es el Big Bang. En esta relación espacio-temporal nosotros observamos dichas galaxias con menor edad que la que en realidad tienen, pues son nuestras contemporáneas, solamente que su luz ha demorado en llegarnos.

La fuerza gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a la velocidad de a luz y que forzadamente se va separando angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es en realidad una enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno como suponen algunos cosmólogos), genera la fuerza de gravedad, teniendo como contrapartida su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza, más el electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura atómica, producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas. Debo hacer notar que nuestra idea de gravedad difiere radicalmente de la idea en boga basada en la teoría general de la relatividad que identifica forzadamente inercia con gravedad y busca unas inexistentes “materia oscura” y “energía oscura” para que cuadren con su formulación matemática.

El universo conforma una unidad en la energía que no admite dualismos espíritu-materia como los postulados por Platón, Aristóteles o Descartes. En toda su diversidad el universo está hecho de energía y nada de lo que allí pueda interactuar puede no estar hecho de energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló el “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del universo en la unidad; después de él otros sugirieron diversos entes como fundamento unitario de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad, hechizando a toda la filosofía posterior. Aunque este concepto abarca más que el universo e incluye el “más allá”, podemos proponer por el contrario la idea de “energía” para este mismo propósito metafísico. Similarmente, para referirnos universalmente a los seres materiales de modo más preciso que el ser metafísico, que concuerde con todos los principios científicos y explique específicamente la diversidad y la causalidad del universo, proponemos el concepto complementario de la estructura y la fuerza, que explicaremos a continuación. 

Estructura y fuerza

La diversidad y la evolución existente se rigen por nuestro principio complementario de la estructura y la fuerza: “todo ser en el universo, incluyendo el mismo universo,  ̶ desde la partícula fundamental hasta el ser humano ̶  se caracteriza por lo que causa, por sus componentes y por su pertenencia a algo, es decir, es funcional porque se manifiesta y constituye una estructura de una escala particular, está compuesto por unidades discretas que son estructuras de una escala inmediatamente inferior y es a su vez una unidad discreta de una estructura de una escala inmediatamente superior”. Como si tuviera un propósito determinado, la energía cuántica no termina en desorden; antes es utilizada para generar y estructurar la materia en una evolución sin término y cada vez más compleja. La ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de la materia y se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde partículas fundamentales, estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no ha cesado.

En el inicio la evolución de la materia comenzó desde la formación de las mismas partículas fundamentales hasta la estructuración de quarks y hadrones. La evolución prosiguió, en la escala atómica, por la agregación de hadrones al núcleo atómico y la conformación de los elementos de la tabla periódica a través de, a veces, muy poderosas fuerzas. En una escala superior, los enlaces químicos de estos elementos produjeron bases, ácidos y sales hasta obtener aminoácidos y llegar a su máxima estructuración actual, que son los polipéptidos, el  ADN, las proteínas, los orgánulos y, en una escala superior, la célula y la vida. Toda esta estructuración no se realiza al azar, sino está determinada desde la misma partícula subatómica más fundamental de todas que surgió tras el Big Bang y que dio el patrón, pues la estructuración de la materia fue concebida por Dios mismo.

En la escala de la evolución biológica Charles Darwin mostró que el mecanismo evolutivo, que permite a una especie adaptarse mejor a un medio cambiante y que denominó “selección natural”, es la capacidad de un individuo de mostrar mayor aptitud para sobrevivir y reproducirse que obtiene a través de alguna mutación genética más ventajosa. Luego éste traspasa su aptitud a su descendencia. En un medio extremadamente competitivo cualquier ventaja tiene consecuencias importantes en la especie. La evolución biológica es un mecanismo de estructuración de la materia viva que es acumulativo, traspasando los cambios de una generación a las generaciones futuras. Pero también es un mecanismo sumamente conservador y direccional, lo que impide que la materia se pueda estructurar en cualquier forma imaginable. Consiste en pequeñas mutaciones genéticas en los individuos que se generan al azar y en forma aleatoria y que prevalecen en la especie por ser neutros o se propagan en ella por ser genéticamente favorables. Una mutación favorable puede generar profundos cambios en el fondo genético de la especie. Los que son inviables y/o desfavorables desaparecen. Un carácter neutro puede tornarse favorable si el medio cambia o se produce una mutación complementaria. En el curso de generaciones, las mutaciones favorables se van acumulando y la especie se va transformando y hasta se torna en una especie diferente. La selección natural opera como un sistema de control de calidad. Los caracteres o aptitudes que resultan ser los más favorables frente a los embates del medio y la conquista y explotación de un nicho ecológico tienden a prevalecer, de modo que una especie se prolonga a través de los individuos más aptos. La muerte de todo organismo biológico es consecuencia de la evolución: la selección natural busca individuos prolíficos y un individuo incapaz de procrear por ser viejo resulta ser un competidor para los otros individuos de la especie; además la selección natural sucede cuando el individuo es prolífico y lamentablemente no cubre la vejez para hacerla más ventajosa. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad de la evolución biológica es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero de los primates.

Realidad humana

El mundo aparece naturalmente a nuestros sapientes congéneres como caótico y desordenado, existiendo allí nacimiento, gozo, regeneración y también muerte, sufrimiento y destrucción. Antiguamente, los seres humanos se esforzaron en dar explicaciones para dar cuenta de esta aparentemente arbitraria situación y que resultaron ser mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender objetivamente este mundo, su evolución y desarrollo, pero del modo muy parcial que responde a cómo son las cosas, pero no a qué son y menos a por qué son. El dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la naturaleza; éstas están determinadas según las leyes naturales, siendo válidas para todo el universo. Todo lo que sabemos con mayor, menor o total certeza son las hipótesis científicas verificadas a través de la demostración empírica y la observación; éstas culminan en la definición de las leyes naturales que rigen la causalidad del universo. Sin embargo, el conocimiento del universo cubre apenas una parte de la realidad. El problema es que nos es imposible conocer la mayor parte de la realidad en nuestra limitada existencia temporal, por lo que ésta sigue siendo un misterio para nosotros.

En el ser humano la estructuración evolutiva ha seguido dos caminos diversos, el social y el biológico-psicológico del individuo. Referente al primero, la tropa de primates evolucionó hacia la tribu de homo sapiens, en una escala superior. La adquirida habilidad comunicacional centrada en el lenguaje, que estructura el pensamiento colectivo, y la habilidad intelectual en el desarrollo de técnicas para apropiarse del medio generaron la cultura. La organización tribal, que asentó en el genoma sus características durante una larga existencia, se desarrolló para la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos según las ambivalencias humanas individuo/sociedad e inmanencia/transcendencia. El individuo es naturalmente egoísta para satisfacer sus instintos de supervivencia y reproducción, pero al mismo tiempo necesita cooperar y ser solidario para lograr este mismo objetivo. Asimismo, el individuo es por una parte indigente, requiriendo la asistencia de los demás, y es por la otra providente, pudiendo asistir a los demás. Todo individuo tiene necesidad de pertenecer a un grupo y ser reconocido, pero por este mismo hecho él excluye a individuos de otros grupos, llegando a considerarlos como adversarios y hasta enemigos. Todo individuo requiere que sus necesidades vitales a vivir, a ser libre, a ser protegido, a poseer los medios para cumplir estos requerimientos le sean reconocidos como derechos humanos o naturales por la sociedad para que sean efectivos, por lo que él, más que sujeto de derechos, es en realidad objeto de los mismos. El ideal de justicia y equidad es reconocer proporcionalmente que los individuos, cuyo origen es ínfimo y precario, tienen objetivos propios que trascienden los objetivos de la sociedad, de ahí el imperativo de resguardar los derechos humanos. También todo individuo reconoce liderazgos, aunque éstos muchas veces tienden a transformarse pronta y psicológicamente en déspotas y abusadores del poder; el liderazgo de una sociedad suele ser utilizado para intimidar, engañar, expoliar, explotar, destruir, guerrear y matar. La república busca entrabar el poder arbitrario, pero fácilmente ella se corrompe; la democracia legitima la república, pero el poder que genera, que es para procurar, no el bien particular, sino que el bien común, es fácilmente cooptado por intereses económicos espurios. Un individuo es bombardeado constantemente por la publicidad comercial que presenta un modelo artificial del deber ser y su andar trastabilla; su criterio es manipulado por los intereses de la plutocracia: progresismo y crecimiento económico, felicidad en el consumo, orden social en la propiedad privada, disciplina laboral, intranscendencia en el pasatiempo, promoción económica en la educación.

En este proceso, surgió la propiedad y su apropiación por otros medios que el trabajo, lo que resultaron ser las mayores causas de los conflictos sociales, políticos y económicos. Considerando que la riqueza es escasa en relación a su demanda, pudiendo satisfacer alternativamente las necesidades de muchos consumidores, su apropiación o distribución debería regirse por la justicia y la equidad. Sin embargo, en una desigual relación la propiedad tiende a concentrarse en pocos en detrimento del trabajo, ya que en el libre mercado éste es siempre ofertado y aquél es siempre demandado. Adicionalmente, el capital se ha hecho especulativo y usurero, perdiendo su función natural de ser uno de los factores de la producción. En nuestra época la acumulación privada del capital es causa de insolubles problemas; la abusiva apropiación de riqueza y su enorme concentración y poder pondrán término irremisiblemente a nuestra civilización capitalista. La propiedad privada del capital no es un derecho natural e inalienable, como desde John Locke (1632-1704) el liberalismo económico nos ha hecho creer. Su origen ha sido corrientemente la violencia del poder arbitrario y la expoliación; su acumulación ha sido efecto de la codicia y el egoísmo. La propiedad acumulativa y privada del capital es la causa de las peores perversiones que la humanidad debe sufrir, distorsionando los valores humanos y el sentido de la vida y constituyéndose en el más injusto privilegio.

La evolución biológica-psicológica

Respecto a la evolución biológica-psicológica, los seres humanos somos animales desde el momento de nuestra concepción, cuando se unen dos células progenitoras o gametos para originar el embrión. Posteriormente, las etapas del desarrollo embrionario de un ser humano individual reproduce, en el mismo orden, el desarrollo evolutivo de sus antepasados remotos desde la misma unidad celular, pasando por organismo pluricelular, pez, anfibio, reptil y mamífero. Después, su desarrollo es fetal, hasta que nace. Los seres humanos se caracterizan del resto de los animales por el mayor tamaño y funcionalidad del cerebro. Tanto animales como vegetales somos sistemas biológicos definidos por nuestro genoma que se remonta a un único ser progenitor, que fue una primitiva célula; los animales nos distinguimos del resto de los organismos por nuestros instintos; los seres humanos nos distinguimos del resto de los animales por nuestra razón. Todos los organismos biológicos somos sistemas abiertos que dependemos constantemente de nueva energía; los vegetales se asientan en lugares ricos de nutrientes que van absorbiendo: nitrógeno, agua, carbono, minerales; nosotros animales, debemos buscarlos activamente, ya sea como consumidores primarios o como consumidores secundarios.

Tres son las instancias por las que los animales nos relacionamos con el medio; cognitiva: a través de los sentidos de percepción, el animal obtiene una imagen de la realidad respecto a amenazas, alimentos y cobijo que permiten su supervivencia; afectiva: su emotividad reacciona al tipo de acción externa mediante deseos o impulsos de acercamiento, huida o neutralidad; efectiva: determina su reacción instintiva más apropiada y actúa. Su memoria es un complemento fundamental a dichas instancias para registrar en su mente los tres momentos y presentarlos oportunamente como experiencia en esta suerte de aprendizaje de prueba y error por el cual le confiere un comportamiento más autónomo que el puro instinto. Las cuatro instancias (cognitiva, afectiva, efectiva y memoria) se unifican en la conciencia. La conciencia es la capacidad que posee un sujeto para adquirir la representación de un objeto e interactuar con éste. En la medida que la escala aumenta, estas instancias se complejizan relacionando estas representaciones según caracteres comunes.

La conciencia

La conciencia más simple de todas es la conciencia de lo otro, que es acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales con sistema nervioso central, proviene de la capacidad natural de reconocer en mayor o menor grado objetos que a nosotros pueden afectarnos o que pueden ser afectados por nuestras acciones. La acción que surge de la informa­ción provista por este tipo de conciencia está condicionada por los instintos de supervivencia y reproducción, que son funcionales a la prolongación de la especie. La intensidad de esta con­ciencia varía desde el simple reconocimiento de luminosidad o temperatura hasta la comprensión de las fórmulas químicas más complejas. En la misma escala, tenemos emociones, es decir, adquirimos estados afectivos de agrado o desagrado, de bienestar o sufrimiento, de atracción o repulsión, de euforia o ansiedad, de seguridad o temor, de tranquilidad o desasosiego, buscando el primer término y rehuyendo del segundo. El principio de dichos estados es la sensación de placer o dolor, o una mezcla de ambos. La satisfacción de los apetitos y de las carencias que posibilitan la supervivencia y la reproducción produce placer. En cambio, los apetitos no satisfechos y la integridad dañada son dolorosos. La acción efectiva en esta escala es instintiva, siendo impulsada por nuestra supervivencia.

La estructuración de la conciencia de sí, que poseemos sólo los seres humanos y que es el de pensar, sentir y actuar, fue una ventaja adaptativa significativa, pues fortaleció nuestra autonomía y atenuó el determinismo del instinto, lo que nos capacitó para adaptarnos con mayor facilidad frente a las vicisitudes del medio. El individuo humano se ve a sí mismo como un sujeto de una acción intencionada y por tanto reflexionada según su pensamiento racional y abstracto. Indudablemente, dicho salto evolutivo del sistema nervioso central demandó la mayor estructuración y complejidad conocida de la materia.

El ser humano tiene la realidad cognoscible como su medio de existencia consciente y ésta no está tan solo llena de objetos que lo pueden alimentar, cobijar o cazar, que es la realidad significativa para un animal. La realidad que él conoce es la sensible y, por lo tanto, pertenece a la realidad material del universo.  Él es capaz de generar estructuras psíquicas, que son representaciones de objetos de esta realidad, en forma de percepciones e imágenes a partir de la materialidad biológica y electro-química del sistema nervioso central y de las sensaciones que proveen los sentidos de percepción. De las sensaciones como unidades discretas él genera percepciones en una escala superior; de las percepciones como unidades discretas él genera imágenes en una escala aún superior. Pero a diferencia de todo animal su más evolucionado cerebro tiene capacidades cognoscitivas distintivas. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura.

 Primero el cerebro del ser humano tiene la capacidad para estructurar relaciones lógicas del modo si A es B y todo B es C, entonces A es C. Ciertamente, la tecnología cibernética ha conseguido la estructuración lógica-matemática de manera artificial a velocidades extraordinariamente superiores y sin error alguno. En segundo término, el ser humano tiene capacidad de pensamiento abstracto, pudiendo  a partir de imágenes como unidades discretas estructurar en su mente en una escala superior todo un mundo conceptual o ideas que buscan representar el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo, incluso más allá de cualquier condicionamiento cultural. La mente concibe primeramente que A(Micifuz), B(Lucifer) y N(nn), que son individuos concretos y particulares, los relaciona englobándolos en la idea o concepto abstracto C(gato); paralelamente, también concibe que D(Argos), E(Nerón) y N(nn), que son perros concretos y particulares, su mente los relaciona en el concepto abstracto F(perro). En segundo lugar, su mente relaciona los conceptos C(gato), F(perro) y N y los engloba en el concepto aún más abstracto y universal de, por decir, animal doméstico. En un orden ascendente en abstracción el concepto más universal de todos es “ser”, ya que se predica de todo lo existente. La tecnología de la inteligencia artificial aún no incursiona en este ámbito. En esta escala el ser humano estructura las relaciones ontológicas, que son relaciones de ideas de cosas por lo que tienen en común, y en una escala superior él puede estructurar hasta relaciones metafísicas, que son relaciones de ideas de ideas verdaderas por lo que tienen en común. Toda la actividad racional correcta procede de ambas maneras simples de pensar y que los seres humanos han ido elaborando hacia complejidades. En tercer lugar él también puede comprender las relaciones causales naturales cuando las ontologiza, es decir, cuando relaciona relaciones naturales de causa-efecto en ideas universales y advierte una ley natural.

En la escala de la conciencia de sí la felicidad y la tristeza son la estructuración fundamental afectiva y proviene de la dicotomía placer/dolor propio de la escala más primitiva de la conciencia de lo otro. De este sentimiento derivan secundariamente, en la misma escala, una serie de estados de ánimo de gran complejidad. Consideremos los si­guientes entre otros muchos: amor/odio, confianza/angustia, valentía/cobardía, espe­ranza/desesperanza, optimismo/pesimismo, perdón/venganza, desprendimiento/codicia, euforia/pesadumbre, arrojo/temeridad, amistad/rencor, sonrisa/congoja. También la conciencia de sí estructura reacciones mixtas de sentimientos de una escala de complejidad mayor: arrogancia, melancolía, desazón, amargura, admiración, arrepenti­miento, vergüenza. Por último se producen actitudes de comportamiento con fuertes elementos sentimentales, como el orgullo, la sober­bia, la envidia, la avaricia, la codicia y tantas más. Estas actitudes pueden ser dominadas por un sujeto con un propósito transcendente.

La acción intencional

La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un propósito trascendente (tránsito en el mismo nivel),  incluso transcendente (tránsito a otro nivel), que su razón ha estructurado como posibilidad o proyecto, incluso como necesidad. Los sentimientos producen la motivación afectiva para actuar. En la escala de la conciencia de sí la acción humana no es únicamente una reacción autónoma que surge instintivamente ante algún estímulo. A diferencia de la acción instintiva, la acción humana es intencional y responsable. Es el modo cómo nuestra intencionalidad interactúa en nuestro universo material de causalidades. La forma de pensamiento racional (o lógica) y abstracta (o conceptual) faculta al ser humano para deliberar antes de actuar. La efectividad humana se caracteriza porque primeramente es volitiva, es decir, tal como un animal, el ser humano desea y quiere objetos que pueden satisfacer sus necesidades. Pero su acción no se ejecuta inmediatamente. Para determinar el cuso de acción él auto-determina racionalmente sus opciones o alternativas mediante la deliberación. A través de la reflexión esta actividad intelectual le per­mite tener conciencia de sí mismo como sujeto de la acción, sabiendo en consecuencia que ésta puede no sólo afectar tanto a un objeto como a sí mismo, sino que también saber el modo que su acción puede afectar al objeto y a sí mismo. Antes de actuar, el ser humano razona, delibera, pondera, planifica, cavila, reflexiona e imagina como proyecto de futuro en términos de una determinación de las múltiples posibilidades. No sólo puede imaginar el curso de la acción, él puede tener además una concepción abstracta del “deber ser” y puede prever hasta qué punto el efecto de su acción será compatible con dicha concepción. Es mucho más que una respuesta a los simples anhelos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral subjetivo y también cultural social. La deliberación se enmarca en el conflicto de intereses que se suscita entre las demandas de sus instintos de supervivencia y reproducción (el angelito malo del dicho popular) y lo que entiende de las necesidades del prójimo referente a lo bueno y lo justo (el angelito bueno).

En síntesis, la acción humana es intencional porque la persona se sabe sujeto de una acción a la cual ha dado un propósito que ha deliberado; la intención tiene un propósito razonado que por su propia voluntad la persona puede alcanzar. Por lo tanto, de todos los demás seres del universo únicamente el ser humano es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, afectivo y hasta ritual cuando ejecuta una acción intencional. Por persona, podemos entender una unidad ontológica única e irrepetible; una identidad que actúa, no instintiva, sino libremente; una substancia que razona, delibera, intencional y es responsable; un organismo biológico transcendente; un sujeto de conocimiento abstracto, sentimientos y causalidad autónoma; una criatura capaz de relacionarse íntimamente con Dios. En el universo todo cambia y nada permanece; sólo es eterno nuestro espíritu que forjamos mediante nuestras acciones intencionales. Sólo el amor, la justicia y la verdad confieren el temple al espíritu para llegar a ser dignos de Dios. El bien y el mal no son sustantivos, sino adjetivos. Dependen de cada persona cómo les afecte. La acción intencional puede tener buenos o malos efectos, independientemente de sólo la intención. Pero la intención conlleva siempre un valor moral.

Lo que caracteriza la acción intencional es la libertad. Ésta es la capacidad personal para la autodeterminación. Ella no se refiere a una emancipación de condicionamientos materiales, morales, intelectuales o espirituales, tampoco la define solo la posibilidad de elección, según exige el libre mercado, potestad que tienen también los animales. La libertad es acción en las tres instancias de la conciencia. En lo intelectual la libertad se ejerce para buscar la verdad, superar la ignorancia y, sobre todo, los prejuicios y obtener, no tanto información y conocimiento, sino sabiduría. En lo afectivo la libertad se ejerce para ser feliz al superar el miedo, la angustia y el sufrimiento. En el plano de la efectividad, que es propiamente el de la acción intencional, la libertad se ejerce desde la perspectiva moral, no tanto para buscar el bien y evitar el mal, que no son fuerzas o estados objetivos, sino para superar el odio y conseguir amar. La libertad demanda responsabilidad y puede por tanto ser enjuiciada. La acción intencional tiene tres momentos para ser enjuiciada: antes de la acción puede ser enjuiciada por la norma moral, que es transcendente y merece el juicio de la propia conciencia; la ejecución de la acción puede ser enjuiciada por la norma jurídica, suponiendo la existencia de una intención; por último, el efecto social-cultural de la acción puede ser enjui­ciada por la norma ética de la sociedad. La satisfacción exclusiva del instinto de supervivencia puede acarrear la perdición de una persona en su proyecto transcendente. La libertad es fundamental en la relación personal con Dios en este mundo. Dios es omnisciente y sabe de antemano la intencionalidad de cada persona, pero la persona misma es libre y responsable por sus acciones, por lo que no puede haber predestinación, sino campo para ejercer la libertad. El accionar de la libertad que permite la conciencia de sí conduce al desarrollo de la conciencia profunda, que es el máximo estado en la existencia humana en su etapa corporal o terrenal, siendo entonces la libertad una bisagra entre ambos tipos de conciencia.

La conciencia profunda

La recién mencionada conciencia profunda, que también podemos identificarla con lo que se entiende por lo espiritual, está en una escala de conciencia aún mayor. En esta escala se puede advertir que el espíritu se mueve en un ámbito que transciende el instinto de supervivencia, pues intuye que la muerte no acaba con su existencia, solo acaba con su cuerpo. Cuando el ser humano reflexiona sobre el “por qué” de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el paso desde las energías cuantificada y condensada, propias de la materia y que se estructuran a sí mismas, hasta la energía desmaterializada o psíquica que la persona estructura por sí misma. La material psiquis de un sujeto humano transforma la energía cuantificada-condensada en energía psíquica (sin recurrir a la supuesta glándula pineal cartesiana) por mera reflexión en esta escala y la contiene. Para admitir lo anterior, se debe aceptar que la energía es naturalmente anterior y mayor que la materia, que la energía posee distintos modos de existir y estar contenida (primigenia, cuantificada, condensada, potencial, cinética, psíquica), que la energía psíquica es irreversible y no retorna a un modo anterior, que es independiente del tiempo y el espacio, que no tiene efecto directo sobre la materia. Primero, estos elementos de energía cuantificada-condensada se estructuran naturalmente en las neuronas asociativas y de memoria de un sujeto vía los propios mecanismos electro-químicos del cerebro. Segundo, dicho paso, no es tan solo un proceso o un mecanismo, sino también es, en el mismo acto, un cuño que impone la intención en la conciencia. Tercero, el cuño produce una réplica o reflejo desmaterializado de una “unidad” de energía, sin otros efectos materiales. Cuarto, la réplica es sumada a la mismidad del sujeto o de la conciencia profunda del sujeto y es contenida allí. Si el individuo se estructura a partir de partes materiales que anteriormente pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a partir de “unidades” de energía que son reflejadas, replicadas, duplicadas o psicologizadas, que son las instancias propias de la conciencia  ̶ las ideas, los sentimientos y las acciones intencionales ̶  que él estructura o construye en el curso de su vida y que permanecerán en lo sucesivo estructuradas en su mismidad mientras exista, es decir, transcendiendo su muerte biológica hasta llegar a la eternidad.

Si la conciencia de sí puede llegar a advertir que el yo es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto la representa como verdadera, la conciencia profunda transciende esta materialidad y viene a ser la estructuración de la energía psíquica como producto del intencionar, forjando indeleblemente en sí mismo la actividad cerebral de un modo desmaterializado. Estos contenidos se reflejan en la conciencia profunda como contenidos de solo energía psíquica, sin base neuronal, y, por tanto, inviolables a la muerte. Como ejemplo de la espiritualidad de la conciencia profunda y las tres instancias de nuestra relación con la realidad, su conocimiento se basa en la verdad, la realidad, la apertura, la comprensión, la coherencia, la consistencia; su afectividad siente coraje, humildad, fortaleza, valentía, resistencia, alegría, templanza, sencillez, felicidad y su efectividad genera voluntad, libertad, generosidad, entrega, acogida, abnegación, solidaridad, amor.

Reiterando, el punto de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón y los sentimientos, que se identifica con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, que se relaciona al otro a través del amor o el odio, en fin, que caracteriza al ser humano y lo diferencia radicalmente de los animales. La conciencia profunda reconoce (subjetivamente) que la realidad (objetiva), no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se forja en el curso de la vida intencional. El temple lo proporciona cada persona. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial, psíquica. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia y energía cuántica-condensada, produce energía psíquica estructurada. La acción intencional de donación y entrega es recíproca en el sentido de que mientras se da, se amerita al mismo tiempo la salvación celestial del alma, siendo que las principales virtudes humanas se referencian al prójimo: la justicia, que es dar al otro lo que le corresponde, y el amor, que es dar al otro lo que necesita de acuerdo a lo posible.

Frente a la pregunta, “¿por qué Dios permite el sufrimiento y la muerte?, la respuesta impide acusarlo de injusticia. En el devenir de un ser humano la  etapa de su existencia que comienza en su misma concepción y termina en la muerte es una etapa biológica, en la que él sufre necesariamente placer y dolor. En cambio, la existencia humana se desarrolla en distintas etapas de conciencia hasta conducir a la misma eternidad, como la metamorfosis que culmina en una bella mariposa. Una de estas etapas, la de la conciencia de sí, el dolor, que es parte del mecanismo instintivo de supervivencia, se transforma en sufrimiento; nuestra cultura tiene una distorsión al suponer que el propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien propició la autorrealización aquí y ahora, sino la existencia después de la muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, según creyó Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo animal a lo humano y a la energía personal del espíritu, de lo inmanente a lo transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida eterna y sus demandas, y en que debe predominar la conciencia profunda sobre las otras escalas de conciencia. Naturalmente, todas las anteriores explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico o empírico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, dentro del cual solo conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía, que incluye tanto lo material como lo inmaterial.

La muerte

Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura material del individuo humano, subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo, puramente de energías psíquicas, múltiples y diferenciadas que se han unificado por la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de vivir. Se produce la separación del cuerpo, que se pudre y la comunidad debe desecharlo, no de un alma amorfa, sino de un espíritu que es una persona que tiene una historia única e irrepetible, con un origen en la concepción en el útero materno. El espíritu no muere, el cuerpo no resucita, pero la persona sufre una transformación total, una metamorfosis completa. Definitivamente, la persona se independiza del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía; su acción ya no puede tener efectos sobre la materia, pues ya no existe un medio de tiempo y espacio ni tampoco un medio material exigidos por una relación causal; ya no resulta necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción; tampoco estar sujeto a ningún otro instinto; de hecho, concluye aquello que más caracteriza al ser humano en su vida terrena, que es la acción intencional; se desvanece asimismo la necesidad de la libertad personal para actuar intencionalmente; quedan irreversiblemente obsoletos sus atesorados y arduamente obtenidos conocimientos y experiencias, como la química y el andar en bicicleta; se acaba su forma de pensamiento racional y abstracto y de memoria basados en su mente; termina su pensamiento lineal e irregular que depende de la funcionalidad neuronal de su cerebro; finaliza su percepción de la realidad a través de sus sentidos; concluye su conocimiento particular, confuso y prejuiciado de la realidad; cesa su limitación de conocer solo y parcialmente el universo material; desaparece el dolor que transmite su sistema nervioso (el ardiente infierno de la imaginería religiosa es una fantasía); asimismo, se esfuma sus inútiles y estúpidos sufrimientos mentales, como la angustia, el rencor y el miedo.

Es imposible saber cuál será el modo de existencia de una persona separada de su cuerpo, ya que obviamente no hay pruebas experimentales, pero podemos no obstante dar crédito a los testimonios de fenómenos paranormales recurrentes y registrados de numerosas personas. Centenares de “experiencias cercanas a la muerte” aseveraron unánimemente haber sentido, cuando estuvieron clínicamente muertos, el amor más absolutamente intenso, puro, verdadero, profundo e incondicional de Dios como jamás imaginado. Dios era percibido por el alma como una intensa y hermosa luz blanca. Otros sentimientos que acompañaron estas experiencias en la eternidad fueron la paz, la tranquilidad, la serenidad, el calor, el cariño, el ser aceptado, la comodidad, la seguridad, la atemporalidad, el entendimiento, junto con un sentido de verdad, permanencia, armonía, serenidad, bondad, empatía, compasión, confianza, gratitud, felicidad, belleza, perfección. También hay numerosos testimonios que indicaron verse rodeados de amorosos seres espirituales. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría un contenedor para su propia y estructurada energía psíquica para poder manifestarse y expresarse; Dios es este real contenedor.  Algunos expresaron que ella se siente “ser parte de Dios, existir en diversas dimensiones y poseer todo el conocimiento”. Para alternar con la realidad la conciencia, liberada de sus medios materiales, es decir, su cerebro y la mente que genera, se abre a la verdad y al conocimiento, a la felicidad y a la bondad. La persona adquiere “la capacidad de sentir amor y saberse que es objeto de amor, de crear visiones, de saber que somos parte de todo, de estar vigilante, de comprenderlo todo”. Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía psíquica, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para entender, conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se nos presentaría en “la otra dimensión”, en forma plena, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena.

La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios, ha buscado la verdad y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, cuando muere estará en mejores circunstancias de acceder al Reino de amor, misericordia y bondad y con una existencia colmada de entendimiento y felicidad. Probablemente, Jesús conoció dicho Reino a través del fenómeno paranormal de la “experiencia fuera del cuerpo” que luego enseñó en su Evangelio. Según los mencionados testimonios una persona al morir repasa toda su vida, como una película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su “infierno”. Para referirse a la particular intensidad de la persona en esta relación, en la que ya no se interpone el tiempo ni el espacio que la mantenía separada de Dios, Jesús decía, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn. 14:2). Así, la energía liberada originalmente en el Big Bang por Dios retorna a Él estructurada en el amor.




21. LA LÍNEA DIVISORIA




La línea divisoria de la realidad y el sentido de vida es un asunto de creencia y también de entendimiento. Ella separa la creencia en la inmanencia de la creencia en la transcendencia. La inmanencia es lo inherente o intrínseco a algún ser, la trascendencia es superar o pasar a un ámbito más allá de uno. También el sentido de la vida es distinto si se cree en lo uno o lo otro. El sentido de la vida inmanente es suponer que lo divino no es relevante y que con la muerte todo termina, por lo que es imperativo el gozo en esta vida y satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción. En cambio, el sentido de la vida trascendente es creer que la muerte nos despoja del cuerpo y que el alma cruza hacia la eternidad, por lo que nuestra acción en la vida está subordinada a lograr la felicidad en el más allá. De este modo, en esta perspectiva la definición aristotélica del hombre como ‘animal racional’ debería ser cambiada por ‘animal trascendente’.

Ejemplos hay muchos para describir ambas creencias. Con respecto a la inmanencia, los totalitarismos suponen que los seres humanos son solo partes del Estado y que están a su servicio, sin considerar también que cada uno es un todo en sí mismo y que el Estado debe estar al servicio de ellos. Se supone que la razón se basta a sí misma para comprender toda la realidad e inventar la tecnología para conquistar y dominar la naturaleza del planeta y satisfacer sus necesidades materiales. Desde la Ilustración se ha creído que el progreso es causado por el esfuerzo de los seres humanos y es sostenido hasta producir la total felicidad de todos. La teoría psicológica de la autorrealización, propiciada por Alfred Adler, Antonio Blay, Carl Jung, Carl Rogers, Abraham Maslow, ha popularizado la idea que en nuestro interior hay un potencial intrínseco que debemos despertar y desarrollar al máximo para ser felices. La idea de la búsqueda de la felicidad la originó Thomas Hobbes, la ensalzó John Loche como la fundación de la libertad, y la proclamó Thomas Jefferson como derecho humano fundamental, de modo que ha llegado a convertirse en meta para los seres humanos, como si ella dependiera de la voluntad humana o se obtuviera con dinero. Carpe diem fue acuñado por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11): ‘Aprovecha el día, no confíes en el mañana’; en la Edad Media era entendido como: "vive el momento porque vas a morir pronto". Y la muerte, que es considerada el término de la existencia y el paso a la Nada, es vista con pánico y se la trata de ocultar en lujosas clínicas donde se intenta a gran costo preservar la restante vida de seres entubados, drogados y aislados, para luego enterrar sus despojos en bellos parques. Claro, en el mejor de los casos una vida humana es considerada como una ola de un vasto océano que termina cuando revienta en la playa, como si lo que importara es la pertenencia al océano.

Referente a la trascendencia, se supone que es el monopolio de las religiones y nos volvemos escépticos cuando el brahmanismo predica la metempsicosis o reencarnación del alma después de la muerte a otro ser vivo o a otro cuerpo inanimado en función de los méritos alcanzados en la existencia anterior, el cristianismo enseña la resurrección de los muertos en el tremendo día del Juicio Final o el islamismo, más sensual, promete el paraíso y 72 huríes a quienes hayan dado su vida por Alá en el combate de la yihad. No obstante, la trascendencia es comprendida propiamente, no por la religión, sino por la religiosidad, que comprende aquellos seres humanos que se sienten íntimamente extasiados por la divinidad y encuentran su sentido de vida y la comprensión de la realidad iluminada por esta intensa luz.

La religión y lo religioso

Se tiende a confundir la religión con lo religioso. Corrientemente, aquella es la socialización de la experiencia religiosa y surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Así, mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. Mientras lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva. Una religión puede prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido y la muerte, una organización jerárquica y autoritaria, dogmática y litúrgica, sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo. Una de las funciones de la religión es establecer las normas para encauzar la acción de los fieles. La norma se torna en moral y ésta, que por esencia es subjetiva, se la transforma en objetiva. La transgresión de la norma es el pecado. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso, desde muy antiguo muchos seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. El ascetismo es usado para alcanzar una unión más perfecta con Dios por medio de una vida de privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis. La mística es un tipo de conciencia muy difícil de alcanzar, en que durante la existencia terrenal pocos intentan salvar el abismo entre lo humano y lo divino, llegándose a una unión directa y momentánea del alma humana con el Absoluto, el Infinito o Dios y obteniéndose visiones o éxtasis místico que corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Es más propio hablar de “conciencia” de la presencia de Dios que de “experiencia”, ya que la actividad mística no es simplemente acerca de la sensación de Dios como un objeto externo, sino que se trata de nuevas formas de conocer y amar basado en estados de conciencia en que Dios se hace presente en nuestros actos interiores. Dios se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad sin límites. Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII) el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro, mientras que aquél comienza desde fuera. En el caso del sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego se puede llegar a una estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en aquél el ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un inmutable, eterno y misterioso Dios que existe al otro lado del abismo que separa lo humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de “unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, y ésta se da tras una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras), para alcanzar el estado de Buda o nirvana.

En el caso del cristianismo la mística está relacionada con la santidad y puede ir acompañada de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas, la bilocación, la levitación, la clarividencia y la percepción extrasensorial.  En el cristianismo el misticismo se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios que produce el éxtasis inefable que anula los sentidos. Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es  solo un aspecto de esta renuncia ascética. Sus preocupaciones son principalmente la modestia, la humildad, la compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la hospitalidad, la limosna, la templanza, la pureza. Esta práctica ascética puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad, como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística, pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que este santo místico llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios mismo, si Él quiere.

Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y una paz tan grandes en la persona, que penetra en todas las células del cuerpo y es probable que su metabolismo no produzca los radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de muertos que desafían el proceso normal de descomposición, como signo de su santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte. Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han sido cubiertos intencionalmente por sosa cáustica para pronto obtener huesos para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de los sepulcros donde yacen sus reliquias se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez, permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos, sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.

Un asunto epistemológico

Pasando a un problema distinto que refuerza la diferencia entre inmanencia y trascendencia pertenece propiamente al conocimiento y se produce por un asunto de excesiva confianza en la razón, en especial tras el racionalismo. Ésta es una teoría epistemológica que considera la razón como fuente única del auténtico conocimiento y llega hasta suponer que la razón es la medida de la transcendencia, en circunstancias que ésta está más allá de la razón. Un tanto a la inversa ocurrió con el empirismo, ya que estima que la trascendencia no tiene sentido, considerando que la única fuente del conocimiento es la experiencia sensorial. El empirista Bertrand Russell (1872-1970) afirmaba que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Peor aún, su discípulo A. J. Ayer (1910-1989) sostuvo que las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos y declaró como sin sentido cualquier manifestación sobre la naturaleza de Dios.

Por lo anterior, es de importancia evaluar realistamente la función de la razón. Pensemos primero que la razón representó un gran salto cuántico en la evolución biológica, pues permitió a los seres humanos relacionar lógicamente las cosas y darles nombres. Como entendió Génesis 2 19-20 es que al darles nombres a las especies de animales Adán se constituía en su señor. Desde una perspectiva más epistemológica la razón permitió al ser humano representar como contenidos de conciencia la complejidad de la realidad, que es todo aquello que rodea al sujeto. A través de la razón un ser humano puede tener en su mente una representación abstracta, unificada y ordenada de ideas de una realidad concreta, múltiple, extensa y aparentemente caótica. Además, al tener ideas, él pudo comunicarlas. Al tener lenguaje, le fue más fácil reflexionar. Ello representó una ventaja evolutiva decisiva, pues pudo concebir y fabricar artefactos, acumular conocimientos, elaborar medios para cazar, cobijarse, alimentarse, defenderse, criar su prole, apropiarse de diversos nichos ecológicos y también concertar la acción con sus compañeros. Con el tiempo él pudo filosofar, poetizar, calcular y dramatizar.

La razón es propiamente humana y es parte de la mente, que es la función psíquica del cerebro. En verdad, la razón tiene dos funciones cognoscitivas que se deben a las neuronas asociativas que existen predominantemente en el cerebro humano: el pensamiento lógico o racional y el pensamiento abstracto. Por el primero la mente entiende que si A>B y B>C, entonces A>C. Por el segundo ella primeramente concibe que A(Micifuz), B(Lucifer) y N(nn), que son individuos concretos y particulares, los relaciona englobándolos en la idea o concepto abstracto C(gato); paralelamente, también concibe que D(Argos), E(Nerón) y N(nn), que son perros concretos y particulares, su mente los relaciona en el concepto abstracto F(perro). En segundo lugar, su mente relaciona los conceptos C(gato), F(perro) y N y los engloba en el concepto aún más abstracto y universal de, por decir, animal doméstico. En un orden ascendente en abstracción el concepto más universal de todos es “ser”, ya que se predica de todo lo existente. Toda la actividad racional correcta procede de ambas maneras simples de pensar y que los seres humanos han ido elaborando hacia complejidades.

La razón y la experiencia pueden decirnos muy poco sobre Dios, pues Él está más allá de sus alcances. Pero por esta misma limitación la razón no puede negar la existencia de Dios. San Anselmo de Canterbury (1033-1109) razona que Dios es aquél del que nada más grande puede ser pensado y si existe en la mente, porque es lo más grande, debe también existir en la realidad. Dios es incluso más grande y perfecto que lo propuesto por el deísmo y el teísmo. Mediante el raciocinio y la experiencia, el deísmo admite la existencia de un Dios, creador del universo físico y primera causa, pero niega su intervención en el mundo. Por su parte, el teísmo afirma la existencia de un Dios creador del universo y que interviene en su gobierno y evolución. Para la razón Dios puede llegar a ser uno, verdad, amor, sabiduría, conocimiento, omnipotente, omnisciente, omnipresente, inmutable, infinito, eterno, perfecto, inmenso, simple, libertad, bondadoso, inescrutable, santo, justo, misericordioso, soberano, existe por sí mismo, y, desde el punto de vista de la ciencia, sería energía.

Dos fenómenos verdaderos pero imposibles de demostrar empíricamente

Desde tiempos muy remotos ha habido el entendimiento que la muerte no acaba con la persona. Existen dos fuentes para conocer algo sobre el más allá y son la mediumnidad y las experiencias cercanas a la muerte (ECM). Ambos son fenómenos paranormales y, por tanto, al margen del conocimiento científico, ya que se fundamenta en las relaciones causales naturales, además no está en posición de negarlo. La mediumnidad es una facultad que muchas personas tienen y que las capacita para entrar en contacto con el mundo espiritual. Se manifiesta según efectos físicos, sensitivos, auditivos, parlantes, videntes, sonámbulos, curanderos. Un médium es toda aquella persona que está capacitada para servir de puente canalizador o intermediario entre el mundo material y el espiritual. No se describirá aquí por ser un fenómeno ampliamente conocido.

La verdad es el esfuerzo de ajustar la idea con la realidad. En la perspectiva de la supervivencia un error puede ser fatal. En el caso de nuestra futura existencia en la eternidad la importancia que aceptemos o no la ECM es relevante, ya que de esta creencia puede depender el sentido que imprimamos a nuestra vida y, consecuentemente, la conducta moral que cada uno juzgará justo después de su propia muerte y que determinará la mayor o menor cercanía de la propia conciencia a Dios, centro del amor y la felicidad.

El fenómeno sobre la ECM ha sido pioneramente estudiado por el médico psiquiatra Raymond Moody (1944- ) y descrito en su libro Vida después de la vida. Algunos científicos critican a Moody porque la evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los testimonios, como por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo. En efecto, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya que se trata simplemente de fenómenos paranormales que los científicos no pueden sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. Moody describe las etapas de una ECM, que son: 1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2. Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez. 5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso. 8. Ver una revisión panorámica de su vida. 9. Sensación de aversión con la idea de volver a la vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet (ver por ejemplo el libro de William Buhlman, Aventuras fuera del cuerpo, http://onironautas.org). Si Moody recogió alrededor de 100 testimonios, en https://www.nderf.org. se encuentran algunos 4.600 testimonios de ECM, de los cuales aproximadamente el 10% se refieren a experiencias en el más allá. Este hecho ocurre en la época del internet, ya que es tan sencillo subir las propias experiencias a la Red, por lo que se puede acceder a innumerables testimonios de ECM.    

Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad histórica. La estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. Quien ha buscado o no lo divino estará finalmente en condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.

La inmanencia y la trascendencia en la política

En general, en el curso de la historia escrita la religión, supuestamente detentadora del poder espiritual, ha batallado contra el poder temporal para imponer su doctrina de ser representante de la voluntad divina. Sin embargo, la inmanencia no es el poder temporal ni tampoco la trascendencia es el poder espiritual. Ambos poderes surgen de la violencia y la crueldad para explotar, oprimir o esclavizar a la mayoría de los individuos y que puede englobarse en el ‘estado llano’ o el ‘pueblo’. Cabe preguntarse si la historia de los acontecimientos políticos fue de designio divino al crear al ser humano. Sin duda, si los seres humanos somos animales, seguimos los avatares de éstos en cuanto a dolores, precariedades, enfermedades y muerte. Así lo exigen las leyes de la evolución biológica. Pero también vivir es agradable y tiene recompensas. No obstante, la organización política es deplorable por la irremediable injusticia que fuerzan quienes están en el poder, en circunstancias que el ser humano llega a imaginar un mundo de justicia y solidaridad. Precisamente, estos sueños han circulado esperanzadoramente desde al menos un par de milenios a través de relatos del “milenio” (ver Apoc. 20). Las numerosas profecías recopiladas sobre esta próxima era describen una situación muy distinta a la práctica política conocida, porque reflejará la voluntad divina. A continuación se resumirá brevemente estas profecías (ref.: http://unihum2016parte3.blogspot.com).

Los días oscuros en el comienzo del milenio serán seguidos por días de júbilo y felicidad. Todo el mundo será transformado en un instante, va a ser un tiempo bueno y feliz, de paz, armonía, justicia, prosperidad, libertad y reconocimiento de Dios y durará hasta el fin del mundo. No habrá pobreza ni hambre. Una nueva humanidad emergerá que seguirá las prácticas de la unidad, el amor y la comprensión. Habrá total igualdad y hermandad entre las personas y se amarán unos a otros, compartiendo todo. No habrá más guerras. Todos aceptarán a Jesús como el líder universal. Los líderes del pueblo serán elegidos, no por su partido político, sino por su amor, sabiduría y coraje que demuestran de poder trabajar por el bien de todos. El mundo será como un jardín lleno de toda belleza y las personas van a crecer en su comprensión del Creador. Los hombres cultivarán la tierra con sus propias manos y no habrá almacenes, ni tiendas, ni supermercados. Trabajarán sin sudor y no habrá más un amo. Cada uno tendrá tiempo para consagrarse a las actividades espirituales, intelectuales y artísticas. Cada uno trabajará en un huerto, con casi ningún esfuerzo físico. Todo el mundo podrá vivir donde quiera y tendrá tanta tierra como puedan manejar. El suelo va a ser muy productivo. Las ideas tendrán el poder de circular libremente. La gente estará interesada ​​ ​​en la sabiduría. Cuando una persona se haga adulta, no habrá sensación de ansiedad, ni odio, ni competencia. Habrá una enorme sensación de confianza y respeto mutuo. Habrá terminado la publicidad y el lujo. Los pueblos vivirán sin necesidades. La principal preocupación de la gente van a ser los niños y todo el mundo considerará que es el bien más preciado en el mundo. En el futuro no habrá casi ninguna tecnología y todo será hecho con las manos, sin la utilización de máquinas sofisticadas. La tierra se transformará en un paraíso. Los mares serán provechosamente explotados en beneficio del ser humano. El agua y el aire volverán a ser puros. El bosque crecerá de nuevo. Los ríos van a volver a ser claros, los animales y las aves se repondrán. Los parásitos desaparecerán. La tierra será como un jardín. El clima se convertirá en más cálido.   




22. CUESTIONES RELIGIOSAS




1. La salvación



El ser humano es un vástago de la evolución biológica. Se diferencia genéticamente del chimpancé en sólo un 1%. Su existencia terrestre está condicionada por sus instintos, en especial los de supervivencia y reproducción, para los cuales el contentamiento del placer y la evasión del dolor le son funcionales. En esta existencia, debe sobrellevar sin embargo las vicisitudes de cualquier animal: el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. La Ilustración del siglo XVIII manifestó orgullosamente a nuestra civilización que la razón, no sólo nos separa radicalmente de los animales, sino que puede ingeniar un orden magnífico por el cual se puede satisfacer virtualmente todas las carencias humanas derivadas de su condición animal. En las postrimerías de esta civilización, cuando ya experimentamos su honda degradación, sólo nos queda volver a comprender nuevamente el significado de la salvación, tan apocada por la inmanencia de nuestra actual cultura que olvidó que somos animales transcendentes. No sólo subsistiremos a la muerte e pasaremos a un más allá eterno, sino que hasta podremos acceder gratuitamente a la felicidad eterna en el reino de Dios.

La puerta del reino de Dios tiene una doble cerradura. La llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida de Jesús para proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre para todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que fabricar cada persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete celestial, que es lo llamado tradicionalmente “salvación”. Esta aceptación pertenece exclusivamente a la libertad personal. Esta segunda llave es forjada en su vida en el crisol de la bondad y la justicia. En este sentido el legendario san Pedro estaría de más en su función de celoso portero del Reino.

Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad divina, la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es la salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como instrumentos? ¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación? ¿Qué tipo de existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia gloriosa? ¿Cómo sería la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es un avance enorme frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad de lo que todos llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más profundo temor animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con posibles respuestas. Iremos por parte.


¿Qué es la salvación?


La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que los dos estados son como una especie de castigo o condenación. En cuanto especie biológica, los seres humanos compartimos tanto el destino de todas ellas –sufrir y morir– para su prolongación y regeneración como también la permanen­te acción para superar dicho destino y, así, mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los animales, tenemos conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente ilusoria que es nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea que habría una salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse ante la evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo provecho de su vida.

En cuanto al sufrimiento, sabemos que éste es pasajero y que es un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la vida.

Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún modo de vida eterna tras el pasaje a la muerte de su cuerpo. El ser humano no responde a la conocida definición platónica de un ser compuesto de alma y cuerpo por el cual cuando el cuerpo muere él entraría a una separación temporal de ambos componentes; de este modo, él se reconstituiría con la resurrección de su cuerpo. Por el contrario, si definimos al ser humano como un animal transcendente, entonces concluiríamos que el espíritu que cada persona forja en el curso de su vida a partir de la energía psíquica es eterno y permanece aún con la muerte corpórea. Más aún, su espíritu se libera de los condicionamientos del tiempo y el espacio que su cuerpo original le impuso y, cual mariposa que escapa de su crisálida, aquél pasa a un estado superior: cuando muere el animal, el espíritu transciende la materia.

            La salvación no es un asunto sacramental producto de recibir la gracia asociada al sacramento, sino que es un asunto moral producto de las acciones intencionales según la bondad, la justicia, la concordia y la humildad inherente. En la polémica de s. Agustín contra Pelagio, en el siglo IV, el segundo es realmente el vencedor. Jesús (de “Yeshua”, etimológicamente “Quien salva”) es el pivote de la salvación. No basta transcender a la muerte para ser salvado, pues, tal como hay salvación existe su contrario, que es la condenación en el más allá. La salvación es seguir los pasos de Jesús.


¿Será la salvación un asunto individual o colectivo?


Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colec­tivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colec­tivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irre­levante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamen­te, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.

El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico. Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima y personal de cada individuo de toda la humanidad sin excepción. Si fuera posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un ámbito transcendente, e. d., que no sólo trasciende los límites del pueblo judaico, sino también los límites del universo material.

            Sin embargo, una persona individual no se salva sola y al margen de la comunidad, sino su salvación está en función de hacer el bien a los demás y depende de la formación recibida de la comunidad.


¿Será la salvación algo inmanente o transcendente?


Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo confía en una salvación colectiva que sería inmanente. Supone que llegará el día cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un reinado de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la salvación fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna, sino que estaría contraviniendo las leyes naturales; en el Milenio habrá igualmente muerte, enfermedad, sufrimiento y pecado. Según el Evangelio, la salvación es transcendente.


¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación?


Hablamos de salvación en oposición de condenación y ésta es muy real. Si suponemos que todo ser humano es poseedor de un alma espiritual y, por lo tanto, inmortal, la vida eterna después de la muerte es una necesidad. Según esta lógica, el premio para una vida justa sería la salvación eterna. En cambio, una vida de pecado tendría un castigo eterno. Según testimonios de ECM, al morir una persona repasa toda su vida, como una película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su propio “infierno”.


¿Habrá un plan divino de salvación?


En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado, denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por le sacrifi­cio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.

Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta explicación. 1. A la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original resultan ser puramente mitológicos, siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que habitaron el Cercano Orien­te, hace tres mil quinientos años atrás; en Mesopotamia, en la leyenda de Gilgamesh, a Adán se le llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que por el pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente descendencia, aunque sí lo está para una mentalidad más primitiva que no logra conferir al indi­viduo una personalidad distinta de su tribu y una existencia con finalidades que le son propias.

Es más verosímil suponer que si existen seres humanos capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo en consecuen­cia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.


¿Dependerá el plan divino de salvación de la acción humana?


La acción humana forma parte de la acción de la naturaleza desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie humana funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora que las demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de todos en la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir (cuando se establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y a ellos mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese entorno en beneficio de la colectividad.

Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”. Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencio­nal enmarcada en el reconocimiento de Dios, podría tener recipro­cidad en la acción salvadora de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático. Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.

Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “Ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral. Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente. Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes y la técnica, el juicio moral de una obra es irrele­vante, como no lo es el juicio de su función.


¿Usará el plan divino de salvación a los seres humanos en calidad de instrumentos?


Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un plan de salvación inmanente, no tendría senti­do que Mozart hubiera muerto a sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino. Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.


¿Qué es lo que se salva?


Está en la naturaleza de la biología que todo organismo biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia profunda, que implica la estructuración de una energía psíquica que contiene su mismidad y que subsiste a su muerte.


¿Cómo se liga la salvación con la historia?


Las religiones se caracterizan por describir el plan divino de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer humano. Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino que legendaria. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición de la institucionalidad por una minoría poderosa. Sin embargo, no es la teología la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta podría ser encontrada en la historia natural y humana.

La pos­tulación de una fuerza ortogenética, estructuradora, teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia una dirección salvadora para los seres humanos surge de considerar que el universo ha ido evolucionando desde la aparición de las partícu­las fundamentales hasta la generación de la inteligencia racional y abstracta de los seres humanos. Sin embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la necesidad de una salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en el mensaje de Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al devenir del universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz de la Tierra y el universo seguir su natural curso evolutivo. Para existir el universo no necesita estar en la conciencia intelectual de ninguna persona.


¿Qué tipo de existencia tendría la salvación?


La invitación evangélica al reino de Dios abriría para cada persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que su conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del existir, pues la subsis­tencia de una estructura, en este caso la conciencia profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, las cuales desaparece­rían con la muerte.

Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo espacio-temporal si careciera de la “materiali­dad” o “corporeidad” que le confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender la posibilidad de una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro cono­cimiento natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.


¿Cómo sería una existencia gloriosa?


Es probable que aquello que habría impresionado a los discípulos de Jesús no fuera que se dijera que había resucitado, pues, en las culturas del Medio Oriente, resucitar era probablemente una idea plenamente aceptada, aunque decididamente extraordinaria y milagrosa. Aquello que los impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia “gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la cruz, Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más, es decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como tantos otros contemporáneos de él.

Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que Jesús estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta exis­tencia habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino para quien aceptaba su invi­tación de participar en el Reino según Jesús lo había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victo­rioso y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por sus seguidores.


¿Cómo sería la existencia en el reino de Dios?


A diferencia de las tradicionales creencias en la otra vida, lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de Dios es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió (aunque fuera con 72 vírgenes), sino que sería para participar y gozar de la gloria de Dios. Algo que en la historia teológica del cristianismo se ha desvirtuado en la idea predicada por Jesús es el comprenderla mediante el dualismo griego, el cual tempranamente se incorporó en el pensamiento cristiano. Esta doctrina, como un modo natural, descompone al ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o materia. Para esta dualidad, la muerte sería una separación temporal. Para el relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el resto” de una persona, y sería un absurdo devol­ver la vida a un cadáver que no tiene otro destino que volver a convertirse en polvo, según las leyes de la termodinámica.



2. Lo religioso y la religión



La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos encontramos sin referencias para comprenderlo, aunque es a través de la experiencia natural de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son su propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas han elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones pueden incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las culturas, como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el fenómeno que es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas imágenes libres y llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma, del rito y de la norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más libre y cayendo por otra parte en la apatía o el temor.


Yendo al significado


A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda.

Podemos defi­nir la religión como la socialización de la experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso. Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión. Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido y la muerte, las estructuras autorita­rias, dogmáticas y litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo.

Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un siste­ma normativo, como las Tablas de la Ley del Antiguo Testamento. Se supone que este sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una sabiduría divina preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue el camino correcto de la salvación o del bien vivir. Las normas ética y legal se tornan en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve objetiva. La transgresión de la norma es el pecado, que requiere ser expiado antes de ser perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la colectividad, como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree que quien se salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.

Una de las principales funciones de toda religión es esta­blecer los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

La religión tiende a abarcar la totalidad de la existencia de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su libertad, como ha sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En cambio, en lo religioso una persona subordina libremente su legítimo anhelo instintivo de supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los que emanan de su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más libre ella actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).

La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de lo reli­gioso.

La religión controla los espacios de los significados espe­cificados en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo de su creador, se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y se aceptara la causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada en aquél llegaría a ser sagra­do, con lo que el aspecto sacro de la religión dejaría consecuentemente de ser rele­vante. Este paso, que elimina toda posibilidad de panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.

Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social, aquella adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las vicisitudes de toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de identidad, lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada por los fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y heréticos, e incluso oprimirlos y esclavizarlos.


Fe y creencia


Del mismo modo como lo religioso se distingue de la reli­gión, la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción. La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición primera de cualquier comunión con lo divino.

Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su padre.

Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen, sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su lectura el mensaje de Jesús.

El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia abroga la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad. La moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo, sino que a la acción libre que es conse­cuente con el profundo amor a Dios y que es una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la invitación divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces el cumplir rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es el actuar libre­mente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el pecado, sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce trasgresión de normas.


Religión y cultura


La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es corrientemente una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura explicar la transcendencia de nuestra existen­cia y el sentido de la vida en sociedad. Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad cultural, ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre trans­formaciones según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo. También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.

Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la cohesión social, la armonía colectiva, la paz intra-social (aunque no necesariamente extra-social). No obstante, debemos tener presente que dichos objetivos, comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan antropológicamente pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a enseñar. El amor (incluso al enemigo) y la justicia producen frecuentemente conflicto con el estímulo bioló­gico que nos impulsa a sobrevivir y a reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a menudo colisiona con la ética aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en tanto es compartido se estructura como religión, y por ello se hace forzosamente social y, por tanto, materia de nuestro conocimiento objetivo en ese respecto. Pero mientras lo religioso busca la salvación personal, la religión persigue la salvación social. Ambas tendencias en­tran en contradicción cuando se niega la libertad personal.


Las religiones


Usualmente, la estructura de la religión está comprendida por una variedad de elementos, entre los cuales se puede mencionar los siguientes: lo sacro, que es asignar valor sobrenatural a deter­minadas cosas naturales; lo litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto divino; lo eclesiástico, que se refie­re a asambleas de fieles, es decir, personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que intervenga en la causa­lidad natural y solucione problemas propios de supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creen­cias, que es el cuerpo de mitos que el creyente del grupo reli­gioso (iglesia o secta) adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.

Internamente, como estructura social, la secta o la iglesia, al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que son también signos de su vigencia y su significación en el medio social y político. Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y legalista.

No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso confiere sustentación a la religión, ésta suele ser funcional al nacimiento de lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la transmisión de doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un ambiente reli­gioso, siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo no termine por ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

La religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, debe ser fiel al evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe.

La historia de la Iglesia y los fieles cristianos se ha debatido entre dos polos: adherir al hijo de Dios o adorar a Dios el Hijo; seguir a Jesús el maestro o militar bajo Cristo el Redentor; entregar misericordia y compasión o ejercer imperio y dominio; sacrificarse personalmente al prójimo u oficiar el sacrificio de Dios; amar al prójimo o enjuiciarlo; ejercer la libertad personal o someterse al dictamen eclesiástico; actuar por piedad personal o regirse por liturgia colectiva; aceptar el Sermón de la Montaña o acatar el dogma eclesiástico. Estos polos han sido marcados por las ideas de salvación y pecado; de perdón y juicio; de humildad y potestad. El primer polo corresponde a la enseñanza de Jesús que conocemos a través de los evangelios; el segundo, a la elaboración teológica de esta enseñanza según parámetros de dominio por parte de cúpulas y antiguas tradiciones míticas difíciles de olvidar.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. El concilio de Nicea, en 325, convocado por el emperador Constantino, proclamó la divinidad de Jesús. En esa época la cena del pan y el vino se transformó en sacrificio divino y aparecieron los sacerdotes que la oficiaban. Surgieron los sacramentos, que eran impartidos por los sacerdotes, como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Aparecieron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino.

El Concilio de Cartago, en 408, se desarrolló bajo la poderosa influencia de san Agustín de Hipona, y se puede decir que inicia la nueva era teológica en la historia del cristianismo que caracterizó a la Edad Media. Esta teología, que incluso es muy fuerte en nuestros días en los sectores conservadores, sintetiza ideas maniqueas, neoplatónicas y veterotestamentarias. El ser humano se salva por su fe en Dios. Pero ésta, no surge por su actividad intelectual, como era enseñado por los gnósticos, sino que es un don divino. Nacido en el pecado de Adán y Eva, el ser humano no tiene potestad salvífica alguna. Depende de la gracia divina.

El neoplatónico y maniqueo s. Agustín, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los romanos de san Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca al universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de san Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder real.

La mecánica de la religión, en cuanto subestruc­tura cultural que persigue la subsistencia del grupo social, es contradictoria con el mensaje de Jesús, que ubica la salvación en el reino de los Cielos, por mucho que se sostenga que el reino de Dios ha llegado a encarnarse en nuestro mundo tras la venida de Cristo, como lo expresó san Agustín en la La ciudad de Dios. Los dos milenios de reverenciada tradición impiden renunciar a lo accesorio para liberar lo esencial. La historia del cristianismo ha sido, no obstante, una permanente tensión entre la religión y lo religioso. Ella se puede resumir en que mientras cada creyente procura rescatar el sustento religioso de la religión, cada grupo humano procura estructurar la religión en base de la experiencia religiosa. El hecho del mensaje de Jesús es que es la persona individual, y no la sociedad, quien está llamada a lo transcenden­te.

El impacto cultural del cristianismo y de la Iglesia ha sido decisivo en la historia y ha moldeado la cultura occidental. Por una parte, la Iglesia ha sido un instrumento muy eficiente de la propagación del evangelio y referente de muchos venerables seres humanos que han vivido llenos de santidad, humildad, piedad y amor fraternal. Por la otra, su hipertrofiado cuerpo doctrinal, ritual y ético, muchas veces más que ayudar a los fieles a seguir el camino de amor y fe, lo oculta entre vetustos e intrincados dogmas, ritos y cánones, dando a entender que quien adhiere plenamente a éstos es un fiel cristiano, merecedor de la salvación eterna, lo cual es justamen­te lo contrario de las enseñanzas de Jesús.



3. Jesús y lo transcendente



La llegada de lo transcendente


La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él es el ungido divino para representar la humanidad ante Dios, segundo, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, tercero, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino del más allá. Jesús es en consecuencia el hito más importante de la historia de la humanidad, habiendo surgido en la conciencia colectiva de que una nueva era de la humanidad había nacido justamente con él.  Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente; además, esta existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. El meollo de su mensaje lo podemos encontrar en el Evangelio de Marcos: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’ es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.

Sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del reino de Dios y sobre cómo acceder a éste. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad, no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias en este mundo, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.

Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el destino de la existencia plena. En este sentido él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo, irascible, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso, anunciando a los seres humanos la existencia de un reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino. La unción por agua de Jesús hecha por Juan el Bautista, según los Evangelios, fue la elección de Dios para constituirlo en su palabra, lleno de gracia y verdad (Jn 1,14). Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y radicalmente sus existencias. En cambio, Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes fueran justos y bondadosos con sus semejantes y respetuosos con la naturaleza.

Según se podría entender reino de Dios este difícil concepto significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “ámbito” de Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su Reino. Jesús predicó que el reino es de Dios y que una persona, al aceptar libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal, aunque de modo muy embrionario. En esta perspectiva, al centrar la existencia personal en Dios, siguiendo el modelo de vida de Jesús, un ser humano establecería una relación de amor y justicia con los seres humanos y de comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús nos dijo sólo que es un padre siempre bondadoso y misericordioso que está siempre preocupado de cada uno de nosotros con un amor sin límites. El Dios de Jesús no es el objeto de la mortificación y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se excluyen mutuamente.

El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida, miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho, es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.

Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. También precisamente de allí nace en el ámbito político el anhelo por la democracia. La prédica de Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas. No es sin embargo una doctrina sociopolítica destinada a mejorar la calidad de vida de la gente. Pero respondía y responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte un paso necesario para ésta.

La noción tradicional acerca del mesianismo hizo confundir la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús, investido como el Mesías, fuera para establecer el orden divino en el mundo, distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se puede aplicar al orden social para establecer la paz, la justicia y la solidaridad y eso llamarlo ‘reino’ de Dios. Su atributo de Mesías no puede ser el concepto fuerte que tenían los judíos de ser un liberador del pueblo de Israel. Sería más bien un Mesías que porta un mensaje de liberación de la muerte al hombre y la mujer de fe, al justo, al humilde, al caritativo, de cualquier época, raza, credo, lugar, para ser acogido en el reino de Dios.  

El Evangelio no promete la paz en el mundo, tampoco el derrumbamiento y el reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden social de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el pueblo de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el reino de Dios, no es el lugar de los justos y los pecadores (Mt.19, 27-29), sino que es sólo el lugar de los justos. Jesús no murió sacrificado por la redención del pecado Original de los hombres en cuanto pueblo. No estuvo en su intención legislar para hacer una sociedad más justa y alterar el orden natural. Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer buenos ciudadanos, sino subrayar que mi hermano también ha sido invitado al reino de Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. La justicia social debiera ocurrir como consecuencia natural de ciudadanos que son seguidores de las enseñanzas de Jesús, pues centrar la vida en Dios produce un cambio radical en una persona, de anteponer un compromiso con el prójimo a su preocupación natural por su propia supervivencia. El llamado de Jesús se aplica a la capacidad de estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado, sino de la persona individual, y a través de esta conversión sería posible lograr una sociedad más justa. La conciencia de los derechos humanos y la democracia ha surgido sin duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio de justicia e igualdad.

Sin duda alguna el considerar también entre estos derechos humanos la “propiedad privada” (no la propiedad personal) es la causa principal de las divisiones sociales y las angustias humanas que aquejan a nuestra sociedad. Probablemente, la profetizada y apocalíptica Segunda Venida de Cristo, que sería la llegada del Mesías para los judíos, para inaugurar el Milenio o era dorada será también para abolir el injusto privilegio de la propiedad privada.


El objeto de lo transcendente


El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el humilde y quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del niño para relacionarse con Dios. Lo que distingue este novedoso mensaje es que no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino que directamente a personas. El mensaje es entendido por un individuo cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones intencionales y concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se convierte personalmente al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos a entenderlo, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.

Jesús confiere un decisivo valor a la libertad personal, valor que tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no da, seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la necesidad del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó recíprocamente el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno puede emanar del este ser tan perverso. Esta misma idea pasó de san Pablo a los Padres de la Iglesia, llegando a su extremo en san Agustín. Para explicar la acción salvífica gratuita divina este complejo personaje, que tanta influencia ha tenido en la historia de la Iglesia, supuso que el ser humano está tan corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar o contribuir a su salvación.

Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo, glorificarlo y actuar consecuente con ello. Estas acciones humanas provienen exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir, que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de su perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho de tener la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y salvadora para participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y también salvadora por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte de alguna persona a la invitación al banquete que hace Dios es una acción que emana de la libertad de la persona y no a su supuesta perversión. En la salvación participan tanto Dios como la persona. Si la persona no responde o si su respuesta es negativa, no hay salvación posible.

El punto clave de las enseñan­zas de Jesús fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimen­sión a los seres humanos, que para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de Dios. Contraria­mente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascen­dente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura de la transcendencia personal. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan lugares en los altares.

Es congruente la argumentación acerca de que el ser humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia profunda, desde la cual llega a perci­bir una trascendencia a la que puede honrar, desear y cultivar. El sentido de su conocimiento y acción se vería frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre lo positi­vo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una consecuencia del desearlo responsablemente.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus instintos de supervivencia y reproducción. Incluso toda la economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la perspectiva social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al individuo a actuar en procura únicamente de su super­vivencia y reproducción.

En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas y ritos, no responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la subsisten­cia y el desarrollo de la estructura social, que son objetos de la tecnología y la política, sino que para hacernos accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona, incluso la del origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.

Así se puede afirmar que la muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa de la ofensa de la primera pareja de seres humanos, según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de san Pablo. La salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descen­dencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde san Pablo: reeditar el antropológico mito estereotípi­co sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado será recuperado al final.

La concepción a partir de lo que la ciencia ha descubierto es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retor­no. Por el contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteli­gente, con capacidad para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad. En verdad, Jesús fue cruci­ficado por la religión establecida, que pretendía poder, riqueza y dominio, porque él predicaba la renuncia de uno mismo para acceder al reino de Dios: “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).


La revelación en el Evangelio de Jesús


El Evangelio de Jesús se centra en unos tres temas: 1º Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús afirma que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Como maestro, pide a sus seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º Anuncia que existe un Reino de vida plena y eterna, al que todos están invitados y se accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón. Siguiendo la tradición profética de Isaías, Jesús había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y pregonando el reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es ¿cómo Jesús conoció esta verdad?

La afirmación que exista una verdad revelada por Dios es contraria a nuestra experiencia sensible. Si una verdad es una proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Por una parte, sabemos que el modo humano de conocer es exclusivamente por la experiencia, lo cual rechaza cualquier tipo de inspiración y sabiduría infundida o revelada, y la certeza se obtiene empíricamente. Por la otra Dios es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes naturales que Él instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano; las verdades han ido surgiendo penosa y paulatinamente en el curso de la historia desde los albores de la humanidad y se han ido perpetuando a través de la crítica, la cultura y sus instrumentos. Algunos perturbados pretenden tener revelaciones que usan para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre los demás. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de la realidad, se encarga, por el contrario, de empañar y oscurecer la verdad.

Sin embargo, en las últimas décadas, junto con la revolución de las comunicaciones que traspasan las exigencias editoriales, nos estamos enterando de la existencia de la inusitada posibilidad de comunicación con el más allá y no sólo a través del ya conocido espiritismo y sus médiums. Actualmente, numerosos testimonios de “experiencias cercanas a la muerte” (ECM) y “experiencias fuera del cuerpo” (EFC) o “desdoblamiento astral” atestiguan este conocimiento extra sensorial o paranormal.  El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la capacidad de la ciencia poder validar. De este modo, la verdad que Jesús proclamó acerca de Dios y su Reino cae en el ámbito de la revelación y voluntad divinas. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprenderla.

En consecuencia, nuestra tesis es tan sencilla como acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de Dios y su Reino a través del fenómeno paranormal de la  EFC.  Si supusiéramos que la revelación divina a personajes bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras religiones no son tan solo leyendas y sostuviéramos además que las EFC son efectivamente fenómenos reales que traspasan nuestro universo material para conocer el universo espiritual, podríamos avanzar una teoría sobre el origen de las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta teoría de lo paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFCs que lo llevaron incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz y conocer la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para luego retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de su evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al universo material y sensible.



4. Lo humano y lo divino



Los orígenes


Desde la aparición del homo sapiens en las costas orientales de África, hace más de 120.000 años atrás, y su característica específica de pensamiento racional y abstracto y, por tanto, conciencia de sí mismo que le permitía conceptualizar la realidad de su entorno, actuar intencionalmente y crear lenguaje, dejando irreversiblemente de ser bruto, nuestros primitivos antecesores pudieron comprender que en el medio donde nacían, vivían y morían existían fuerzas poderosas y determinantes que afectaban poderosamente su supervivencia. Puesto que no lograban entender el origen de estos arbitrios, les fue natural concluir que ciertas entidades en la naturaleza poseían voluntad e intereses propios. Debieron reconocer un orden animista que explicaría el funcionamiento de estas poderosas fuerzas. Si tan solo se pudiera llegar a una armonía o transacción con estos poderes que se podían hasta deificar, como la tormenta, la caza, la enfermedad, se podría probablemente conseguir su favor a través de ofrendas y sacrificios, rogativas y expiaciones. El esquema, que sigue vigente en los pueblos primitivos contemporáneos, de conferir personalidad divina a ciegas fuerzas de la naturaleza tuvo relativo éxito para intentar comprender una confusa realidad y hacerla partícipe en sus afanes de vida. Lo que aparecía evidente a sus ojos fue la distinción entre lo humano, la naturaleza y lo divino en ésta. El intento de divinizar fuerzas naturales iba en la dirección correcta. Efectivamente, éstas emanan de la energía cuyo origen es divino.

Tras centenas de milenios la precaria heredad nuestros antepasados fueron evolucionando favorablemente hasta que adquirieron el conocimiento técnico para cultivar plantas y domesticar animales, asegurando una cierta abundancia de recursos alimenticios y aliviándolos en la dura tarea de la supervivencia. Habían dado un salto importante en el dominio del medio y logrado liberar el tiempo dedicado a un permanente esfuerzo para procurarse alimentos. De este modo, aisladas y antagonistas tribus se unificaron en pueblos y algunos individuos pudieron dedicarse a desarrollar artesanías y al comercio afín para satisfacer las nuevas demandas que el modo de vida agrícola-pastoril iba requiriendo. Los registros de las transacciones comerciales demandaban formas que perduraran más que la memoria y superaran el subjetivismo, lo que originó la escritura. Pronto se comprobó que este invento servía también para relatar historias y leyendas y formular leyes. Mediante la escritura era posible expresar ideas más abstractas que dieron origen a la teología y la filosofía. Surgieron las religiones monoteístas fundadas en textos que no tardaron en sacralizarse. También nacieron intentos muy serios por descubrir la verdad más profunda.


El caos y la unidad


La adoración a Dios es el objetivo manifiesto de toda religión, aunque tras éste se encubre habitualmente el propósito de poder y riqueza. También, como objetivo, la religión se arroga la autoridad sobre la moral y cimienta la identidad nacional de un pueblo. Otro objetivo debiera ser descubrir la verdad y no actuar con engaño, pero, considerando que el punto de partida es usualmente el mito, es muy difícil de obtener sin caer en el dogmatismo.

Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres inteligentes mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica.

En Occidente la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por los pensadores griegos, englobando lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo, mientras se la opuso a una razón ordenadora y unificadora. Ellos seccionaban así el mundo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible, sometida al caos y el desorden, y la realidad racional del sujeto cognoscente, propio de las ideas eternas e inmutables. A causa de la desconfianza que merecía la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón. En gran medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas, en si provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo abstraídas por la razón, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si se puede derivar de ellas conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura.

El problema discutido no es menor, pues se refiere a la naturaleza tanto del sujeto que conoce como del objeto que conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. En relación a lo divino han surgido una cantidad de posturas teológicas: el ateísmo es la no creencia en deidades u otros seres sobrenaturales; el agnosticismo es la creencia de que los valores de verdad de la existencia o inexistencia de alguna deidad o el más allá son desconocidos o inherentemente incognoscibles; el deísmo acepta la existencia de Dios a través de la razón, pero no de la fe, y niega la intervención divina en el mundo; el teísmo es la creencia en un creador del universo que está comprometido con su mantenimiento y gobierno; el panteísmo es la creencia que el universo y Dios son uno solo; el panenteísmo es la creencia que el universo está contenido en Dios, pero éste a su vez es más grande que el universo; el apateísmo es la creencia que las pruebas de la existencia de Dios son irrelevantes...

La revolución científica ha llegado a ser un nuevo paradigma del conocimiento y uno muy revolucionario. Mediante el conocimiento de las relaciones de causa-efecto y la generación de las relaciones ontológicas y lógicas, el ser humano ha adquirido un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le puede imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. La ciencia ha superado el dilema epistemológico acerca de si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón. Se puede concluir que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. El orden y la unidad pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes.

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas. Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden ser asi­miladas a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas. Ésta no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien abstracto y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente estructuras y fuerzas que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad a otras cosas. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.


La existencia de Dios


Famosas son las cinco pruebas de la existencia Dios de Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica, conocidas como las quinque viæ y que se podrían resumir de la siguiente manera:
1º Primer motor: todo lo que se mueve (o cambia) es movido por un motor en una secuencia que no puede ser infinita, por lo que el primer motor sería Dios.
2º Causa eficiente: nada existe por sí mismo, requiriendo una causa eficiente para existir en una serie que no puede ser infinita, por lo que la primera causa no causada sería Dios.
3º Posibilidad y necesidad: todo ser es contingente (finito) pudiendo existir y dejando en un momento dado de existir, siendo absurdo que nada pudiera llegar a existir, por lo que debe haber un ser que necesariamente debe existir, causar la existencia de otros y que sería Dios.
4º Gradación del ser: todos los seres son más o menos buenos, verdaderos, nobles, teniendo como referencia en cada género la perfección cuya causa sería Dios.
5º Diseño: todos los cuerpos naturales (que no poseen inteligencia) no actúan al azar pero por diseño tienen una finalidad (causa final), debiendo esta finalidad exigir una inteligencia que los guíe y que sería Dios.

Estas pruebas responden a la cosmología y la filosofía aristotélicas, que no pudieron sostenerse después de la revolución científica que no valida las cuatro causas de Aristóteles surgidas de la artificiosa distinción entre forma y materia. La ciencia se fundamenta en las relaciones de causa-efecto mediante el traspaso de energía. Por otra parte ella postuló el Big Bang, que resultó ser una excelente prueba cosmológica de la existencia de Dios. Así, Dios debió haber sido el “motor”, “causa eficiente” o “eternamente existente” que le dio origen. En la visión cosmológica del universo, en el extremo de mayor magnitud de las escalas, los astrónomos y astrofísicos concluyen a partir de determinadas evidencias que el universo está en expansión. Esta conclusión que revolucionó la cosmología del siglo XX lleva a señalar que si el universo está efectivamente en expansión, debió haber tenido entonces un comienzo.

La historia de esta concepción comenzó en 1922. Empleando la teoría general de la relatividad de Einstein, Alexander Friedmann (1888-1925) predijo la posibilidad de una explosión al inicio del universo a partir de un denso núcleo de materia. En 1927, conforme a las ideas matemáticas de Friedmann, el abate Georges Lemaître (1894-1966) propuso un modelo para una teoría cosmológica de la expansión del universo, postulando un estado inicial, que él llamó “huevo cósmico”, en el que la materia estaba constreñida en un espacio tan pequeño y denso como ello fuera posible. En 1928, Howard P. Robertson (1903-1961) midió la luz de las galaxias y encontró que aquellas más lejanas son más rojas, es decir, la longitud de onda de la luz proveniente de estrellas de distantes galaxias es más larga que la de la luz emitida por los mismos átomos en laboratorios terrestres o por estrellas similares (las cefeidas) de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Al año siguiente, Edwin P. Hubble (1889-1953) concluyó que el creciente corrimiento al rojo en el espectro de la luz emitida por galaxias cada vez más lejanas es debido al efecto Doppler-Fizeau, lo que significa que, mientras más lejana se encuentre una galaxia, ésta viaja más velozmente, de modo que las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad proporcional a sus distancias. En la década de los años treinta George Gamow (1904-1968) acuñó el ahora popular término Big Bang (la "gran explosión") para designar el inicio explosivo del universo a partir de una ironía del astrónomo Fred Hoyle (1915-2001), quien rechazaba tal teoría.

Adicionalmente, si imagináramos a un observador, que sería Dios, que estuviera instalado en el mismo Big Bang mientras el universo, que sería una esfera que lo tuviera al como su centro y que se expande radialmente a la velocidad de la luz, podríamos aseverar desde el punto de vista de la teoría ‘especial’ que el tiempo para dicho observador se habría alargado tanto que no habría transcurrido ni una mínima fracción de segundo desde el comienzo del universo, y la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuera la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo y que le confiere unidad mediante una gigantesca relación de causa-efecto. Además, su propia manifestación estaría presente en todo el universo. El túnel que encuentran quienes tienen ECM podría ser el rapidísimo viaje desde la periferia del universo hasta su centro.

Se calcula que el Big Bang, del cual se originó el universo entero, ocurrió hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás y consistió en la instantánea conversión en materia a partir de una energía infinita que estaba contenida en un punto atemporal y adimensional. Entonces, Dios cuantificó la energía primordial contenida en Sí mismo. Desde entonces el universo se ha venido expandiendo constantemente a la velocidad de la luz, originándose el tiempo y el espacio a causa de la interacción de la materia. Adicionalmente, Dios le dio a la energía que Él contenía el código de las partículas fundamentales, de las cuales derivaron las leyes naturales, que los científicos se afanan en descubrir y llevarse los honores y los premios como si fueran sus creadores, pero que apuntan a probar su misma existencia. Gracias a este código, la materia ha ido evolucionando desde las partículas fundamentales masivas y de cargas eléctricas, en una creciente complejidad, hasta el mismo ser humano. Por último, para recalcar su existencia, de Dios depende la unidad de todo el universo, ya que, como podemos observar, todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, se pueden transfor­mar unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras.


La ascética y la mística


Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso (la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal), muchos seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. La mística es un tipo de experiencia o conciencia, muy difícil de alcanzar, en que durante la existencia terrenal se intenta salvar el abismo entre lo humano y lo divino, llegándose a una unión directa y temporal del alma con el Absoluto, el Infinito o Dios. Entonces se obtenien visiones o éxtasis místico que corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Dios se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad sin límites. Está relacionada con la santidad y en el caso del cristianismo puede ir acompañado de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas, la bilocación, la levitación y la percepción extrasensorial.  Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII) el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro, mientras que aquél comienza desde fuera.

El misticismo es común a las religiones principalmente monoteístas y sus respectivas experiencias se caracterizan como sigue: En el cristianismo éste se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios que produce el inexpresable éxtasis que anula los sentidos. En el caso del sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego, se puede llegar a una estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en ésta el ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un inmutable, eterno y misterioso Dios, al otro lado del abismo que separa lo humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de “unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, la que se da tras una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras), para alcanzar el estado de Buda o nirvana.

Desde muy antiguo el ascetismo cristiano es usado para alcanzar la unión mística más perfecta con Dios por medio de una vida de privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis. Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es  solo un aspecto de esta renuncia ascética. Sus verdaderas preocupaciones son principalmente el orgullo, la humildad, la compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la hospitalidad, la limosna, la glotonería, la lujuria. Esta práctica ascética puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad, como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística, pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que san Juan de la Cruz llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios mismo, si Él quiere.

Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y una paz tan grandes en la persona caracterizado porque penetra en todas las células del cuerpo, siendo probable que su metabolismo no produzca los radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de muertos, desafiando el proceso normal de descomposición, como signo de su santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte. Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han sido cubiertos intencionalmente por soda cáustica para pronto obtener huesos para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de los sepulcros donde yacen sus reliquias se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez, permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos, sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.

Un fenómeno que se asemeja al éxtasis místico es el estudiado por el médico psiquiatra y licenciado en filosofía, Raymond Moody (1944 -), sobre la ECM (Experiencia Cercana a la Muerte) y descrito en su libro Vida después de la vida, 1975. Algunos científicos critican a Moody porque la evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los testimonios, como, por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo. Ciertamente, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya que se trata simplemente de fenómenos parafísicos que los científicos no pueden sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. En la época del internet, cuando es tan sencillo publicar en la Red, se puede acceder a innumerables testimonios de ECM. Moody describe las etapas de una ECM, que son: 1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2. Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez. 5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso. 8. Ver una revisión panorámica de su vida. 9. Sensación de aversión con la idea de volver a la vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet.

Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad histórica, como se describe en el capítulo “Una cosmología” de este libro. La estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. Quien ha buscado lo divino estará finalmente en condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.




23. DIOS 




UNA TEOLOGÍA NATURAL


Somos minúsculos para pretender comprender a este “Ser” que llamamos Dios y de quien San Anselmo de Canterbury (1033-1109) argumentó para probar su existencia “que nada más grande puede ser pensado”. A pesar de nuestras limitaciones como seres humanos y que Dios es silente y nos es inasible, nuestra razón nos induce a reflexionar sobre Él. De todas las cosas del universo sólo los seres humanos podemos, a partir del conocimiento del universo y sus cosas, llegar a postular la existencia de Dios e incorporar este conocimiento a la cosmovisión particular de cada uno. El conocimiento de Dios nos plantea un problema, ya que la transcendencia sale de la experiencia que tenemos acerca del mundo sensible, que es el único mundo que conocemos directamente. Aún así, razonablemente podemos afirmar primero que Él existe. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) ya examinó pruebas de la existencia de Dios, deduciendo que es la causa (motor) incausada del universo, siendo su primera causa, que existe necesariamente por sí mismo sin depender de otros, que al ser causa del bien de otros es el bien mismo, que estableció las leyes naturales por las cuales el universo y sus cosas se rigen. Sin embargo, en posesión de mayor conocimiento científico, ahora podríamos avanzar aún más en el conocimiento natural de Dios. 



Propiedades divinas



La esencia de Dios


Dios no puede ser un compuesto, ya que algo antes debió suministrar los componentes. Dios debe ser originario o increado y simple. Para cumplir con estos requisitos la esencia de Dios sería la energía. Sin embargo, no hay un solo concepto humano, que provenga de la experiencia natural, que pueda definir con precisión la esencia de la energía divina. Entre otras ideas este concepto debería incluir energía-amor, energía primigenia u original, energía infinita, energía eterna, energía sabia, energía creadora, energía diseñadora, energía-voluntad, energía auto-determinante, energía intencional, energía todopoderosa, energía lógica. Dios originario significa que Dios es eterno, que toda la eternidad se identifica con Dios o está “ocupada” por Dios.

Dios creador

El primer principio de la termodinámica afirma: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. De esta manera y sin caer en el panteísmo Dios mismo transformó infinita energía divina  en energía cuántica en el instante mismo del origen del universo que llamamos “Big Bang”, hace unos 13,7 mil setecientos millones de años atrás, otorgándole unidad al universo respecto a su composición y su funcionamiento. En dicho instante Dios efectuó la cuantificación de la energía en la escala fundamental del universo, que es la escala del fotón. La uniformidad de la energía se granuló en pequeños paquetes discretos de energía llamados cuantos o fotones. La interacción de estas partículas fundamentales generó el espacio y el tiempo y estructuró las partículas de la siguiente escala. En dicha escala la materia se organizó en dos formas básicas, que son la masa y la carga eléctrica. A partir de las cuales el universo se ha ido estructurando en su totalidad a través de sucesivas escalas según las leyes naturales diseñadas desde la eternidad por Dios (ver “Una cosmovisión”). El universo no es una entidad aparte de Dios, sino que forma parte de Él. Sin embargo, entre la energía divina y la energía del universo habría una relación de causalidad, dominio y dependencia. El deísmo mecanicista cartesiano se queda corto para describir esta relación. Dios es mucho más que el creador del universo como el relojero que construye un reloj, le da cuerda y lo deja funcionando. Aunque las cosas del universo se rigen estrictamente por las leyes naturales que los científicos se ufanan en descubrir, la concepción de Dios está más de acuerdo con el teísmo de un Dios que tiene el poderío del universo.


La magnitud de Dios


Si consideramos que Dios es el creador del universo, no podríamos concebirlo como un dios local, al estilo de los israelitas con Yahvé. El universo es inmenso. Se estima que contiene 100.000 millones de galaxias, cada una encuadrando 100.000 millones de estrellas. Además, Dios sería tan grande que tendría conocimiento y poder sobre todos y cada uno de los componentes del universo en todas sus escalas de estructuración. Tal como se infla un globo, éste se ha venido expandiendo radialmente a la velocidad de la luz desde su comienzo, en el punto del Big Bang, hace 13,7 millones de años. Cosmológicamente reflexionando, podemos imaginar a Dios ubicado en el centro mismo del universo, allí donde comenzó el Big Bang. Si cualquier partícula del universo está ahora viajando hacia el infinito, alejándose del Big Bang a la máxima velocidad permitida a la materia con energía infinita, que es la de la luz, podemos deducir que la distancia en ese instante es máxima, pero por razones dadas por la teoría especial de la relatividad de Einstein, o más específicamente por la contracción de FitzGerald, en la perspectiva del observador ubicado en el centro del universo el radio a dicha velocidad es cero, como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo; por lo tanto, todo el universo, incluyendo cada una de sus partículas que, desde dicha perspectiva, están en la periferia del mencionado globo, cuya membrana se está extendiendo y que contiene sólo las otras dos de las tres dimensiones espaciales que componen el universo tridimensional, estaría en el propio tiempo presente de Dios.


Dios y la eternidad


La eternidad es Dios. Ella es la realidad donde el pasado y el futuro se funden en el presente, donde la extensión no tiene distancias y donde cualquier vacío lo ocupa la unidimensional energía divina. Las almas que se condenan por su propia conciencia en la eternidad se encierran en sí mismas y existen en soledad, ciegas al amor divino. Lo que caracteriza a las cosas del universo es la temporalidad. Las relaciones causales entre causa y efecto  de cualquier fenómeno natural generan un proceso. El tiempo mide su duración mientras que el espacio mide su extensión. La existencia en el universo es una condición del tiempo presente, que es, en términos aristotélicos, cuando la potencia se actualiza. La razón es que cada observador existe en el tiempo presente, que es propio de cada observador, mientras que todo el resto del universo existe en su pasado que va de lo inmediato a la máxima distancia, que es la duración del universo por la velocidad de la luz. Así, cada observador es el centro de una esfera con radio de dicha máxima distancia y cuya periferia es el mismo Big Bang, donde Dios estaría ubicado. En cambio, la eternidad caracteriza la transcendencia, es decir, aquello que está, por así decir, justo más allá del universo de tiempo y espacio, es decir, más allá del Big Bang. En términos tomistas, Dios es acto puro, lo que no significa que Dios exista sólo en el presente, sino en todo tiempo. En la eternidad no existe la causalidad, ya que ésta está en función del proceso, que exige la temporalidad del tiempo y la extensión del espacio.


Dios y la conciencia


Los seres humanos somos animales transcendentes. Tenemos la capacidad para estructurar la energía natural en energía psíquica, que porta nuestra unicidad y que subsiste a la muerte de nuestro cuerpo. A través de la conciencia de lo otro y la conciencia de sí nosotros humanos desarrollamos la conciencia profunda. Del mismo modo como la conciencia de lo otro es funcional con el universo y la conciencia de sí lo es en especial con el ser humano, la conciencia profunda es funcional para una relación interpersonal con Dios. En lo más profundo de ésta, en la mismidad, en la soledad y el silencio, en la humildad de nuestra condición humana y criatura de Dios, más allá del bullicio del mundo, en un acto de oración religiosa, nos encontramos con Dios como nuestro padre amoroso que nos acoge, comprende y orienta. Nuestra acción para relacionarnos con Dios, el prójimo y las cosas depende de nuestra libertad. Ella es moral y responsable y por ella seremos juzgados. En el Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se pide, “hágase tu voluntad”. Si Dios es silencioso, nadie puede saber cuál es su voluntad. Entonces, quien ora está diciendo que sea lo que sea lo que su vida le depare, debe aceptarlo como voluntad de Dios. Si uno es esclavo, tiene una enfermedad dolorosa, enviudó, es sordomudo, fue arrastrado a Auschwitz, etc., tal es la voluntad de Dios y pertenece a las limitaciones de la vida que se deben sobrellevar sin condicionar el amor a Dios.

El caso de la experiencia mística de san Juan de la Cruz (1542-1591) permite entender la unión del yo profundo con Dios. Este carmelita descalzo español usaba la imagen “noche oscura”, que sugiere lo eterno, para simbolizar tanto la negación activa referida a lo sensible como a la negación pasiva referida a la purificación del espíritu (la vía purgativa). El yo profundo (el espíritu) experimenta una desoladora sensación de soledad y abandono antes de dejar paso a la luz (la vía iluminativa), pues unirse a Dios es previamente un perderse a sí mismo en su materialidad para después ganarse. La aspiración del espíritu es la unión mística con Dios en una fusión total con Él (la vía unitiva).



La cuestión del bien y el mal



Decíamos más atrás que el universo no es una entidad aparte de Dios, sino que forma parte de Él. Pero si decimos que Dios es absolutamente bueno, resulta contradictorio asociarlo con el mundo, ya que nos parece evidente que las cosas allí son buenas o malas. Así, el nacimiento es bueno, la muerte es mala; una buena cosecha es buena, la peste es mala; el día es bueno, la noche es mala; el alimento es bueno, el veneno es malo. Sin embargo, la creencia de que existen cosas en sí buenas y otras que en sí son malas plantea una contradicción, que es el perenne problema, tema del Libro de Job, que se expresa del siguiente modo:¿Cómo es posible que Dios, que es bueno, justo y poderoso, pueda permitir el mal? La respuesta fácil es acusarlo de injusticia y concluir que un Dios que sea tanto amoroso como injusto no puede existir por ser contradictorio. Sin embargo, la respuesta es más compleja. La existencia humana parte como organismo biológico, se hace consciente y, tras la muerte, llega a la misma eternidad, como la metamorfosis que culmina en una mariposa cuya belleza dependerá del amor y justicia de sus acciones. Nuestra cultura ha supuesto una distorsión al suponer que el propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien propició la autorrealización en el aquí y ahora, sino la existencia después de la muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, según postuló Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo animal a lo humano y a la energía personal del espíritu, es decir, de lo inmanente a lo transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida eterna y sus demandas, y en que debe predominar la conciencia profunda sobre las otras escalas de conciencia.

Respecto al problema del bien y el mal, la postura maniquea ha sido la más extrema. Considera que tal como hay cosas que en sí son buenas, existen cosas que en sí son malas. Estas dos agrupaciones de cosas provendrían de sendos principios contrarios, y la realidad es imaginada como un con­flicto permanente entre estos fundamentos. Incluso se personifican ambos elementos como deidades eternas.. Para superar este dualismo divino desde la perspectiva monoteísta el citado santo Tomás de Aquino supuso a partir de las categorías trans­cendentales aristotélicas que las cosas son buenas en la misma medida que son, proviniendo esa calidad de ser de su grado de participación en el Ser o Acto Puro, identificado con Dios. Y puesto que no existe el no ser, no puede existir el mal, sino solamente la falta de bien. Él sostuvo que existe toda una jerarquía de seres con cada vez menores atributos de ser y, por tanto, de bien, desde el acto puro hasta la total carencia de estos atributos, identificada con la pura potencia –la materia prima–. El bien resulta ser así una categoría trascendental de todas las cosas. Efectivamente, cuando se valoran las cosas como buenas o malas, y se hace una distinción entre la forma (espíritu) y la materia, es natural identificar las primeras con lo espiritual y las cosas malas o carentes de bien con lo material. Santo Tomás suponía que la bondad está en relación directa con la calidad espiritual del ser en cuestión, siendo Dios espíritu puro y, por lo tanto, infinitamente bueno. Para él todo encajaba estupendamente bien. Sin embargo, el problema es que él concibió el bien, o lo bueno, como una categoría trascendental del ser, y no como una cualidad de la funcionalidad de todas las cosas. Si se considera que tanto lo bueno y también lo verdadero como lo bello son sus propiedades tras­cendentales, entonces el ser trascendental es inmutable por ser uno, que sería otra de sus propiedades trascendentales. En cam­bio, los seres reales, aquéllos que existen realmente en el universo, son esencialmente mutables y múltiples, siendo justamente éstas las dos propiedades trascendentales que debieran ser consi­deradas como verdaderamente propias del ser. 

La historia que emerge del conocimiento científico es bastante distinta a la tradición filosófica. El universo que la ciencia descubre no es precisamente un lugar de armonía y bondad, sino que de conflicto, destrucción y estructuración, donde existen colosales fuerzas desencadenadas. En este universo ha emergido la vida con aptitudes para sobrevivir y reproducirse, y en el curso de su evolución ha aparecido el ser humano, quien no es justamente un ángel caído, sino que el brote más maravilloso del conflictivo universo. El cambio propio en la naturaleza genera nuevas cosas a la vez que producen destrucción y muerte. El resultado del cambio es frecuentemente la disfuncionalidad. Las cosas existen en un medio ambivalente de abundancia y escasez, de oportunidades y peligros a la propia existencia. Los seres humanos somos parte de este universo de destrucción y estructuración. El universo donde existimos es la realidad donde conviven el gozo y el placer, la alegría y la tristeza, la felicidad y la desgra­cia. Para alimentarse se debe matar; para existir se debe destruir. Nuestra auto-estructuración se produce tras la desestructuración de otros. El universo no es un lugar de paz y armonía. Dios, su creador, no tuvo la intención de establecer el orden, la bondad, la belleza, que son categorías abstractas e idealistas de nuestra mente, sino que a través de la fuerza Él quiso posibilitar la estructuración de cosas cada vez más funcionales en escalas cada vez mayores a partir de la energía cuantificada. Por eso, en el principio no fue la luz de la unidad, de la verdad ni de la bondad, sino que la poderosa luz de la energía infinita divina que creó el universo a partir del Big Bang. Tal es el universo real y no el mejor posible ni tampoco el perfecto.

Podemos afirmar que las cosas no son ni buenas ni malas en sí, en forma absoluta, ni como referencia a algo absoluto, sino que lo son con relación a otras cosas. Luego, las cosas son buenas o malas en forma relativa, según se relacionen entre con el sujeto. No se puede predicar de las cosas lo bueno o lo malo de manera unívoca, sino que el grado de estas categorías fluctúa entre lo óptimo y lo pésimo para un sujeto. Decimos que algo es bueno o es malo, 1º Cuando una acción esperada se realiza o no se realiza, o se realiza de modo imperfecto, ya que la cualidad de bueno o malo no se achaca a la cosa, sino a su funcionamiento: un cuchillo es bueno porque tiene filo. 2º Cuando valoramos la funcionalidad de la acción desde el punto de vista de nuestra supervivencia y reproducción, y según nos afecte subjetivamente en nuestra conveniencia y bienestar. 3º Cuando nos referimos a las acciones de los seres humanos desde el punto de vista de las normas éticas o legales, estando dichas acciones sujetas a sistemas de premios y castigos. 4º Cuando desde el punto de vista de la intencionalidad, que es la acción que pertenece a la moral, el juicio lo hace el sujeto en su propia conciencia, siendo, por lo tanto, eminentemente subjetivo.

Sin embargo, en el mundo el mal existe objetivamente. Existen seres humanos verdaderamente malos. Convivimos con personas que no entrarán al reino de Dios. Este mal proviene del actuar libremente de manera injusta y sin amor al prójimo. La libertad humana no está determinada por la voluntad divina, sino es la facultad que distingue a los seres humanos del resto de la creación y la condición necesaria para relacionarse con Dios. Tanto como somos afectados por las leyes naturales, nosotros intervenimos en el devenir según nuestra acción intencional. Pero como somos también libres a causa de nuestra razón, nuestra acción intencional tiene además una dimen­sión moral y transcendente. Aunque la psicología y la sociología justifiquen conductas inmorales, siempre seremos responsables por ellas, y nuestra conciencia lo sabe.



Dios y la ciencia



El surgimiento de la ciencia


En tiempos pre-científicos, se ignoraba los modos de las relaciones causales detrás del cambio y resultaba natural pensar que el cambio ocurre por intervención directa de la voluntad divina. Un chamán podía influir mágicamente en alguna deidad para conseguir o evitar algún acontecimiento según fuera favorable o desfavorable. A través de un pacto se convenía la cesión de algo a cambio de un favor divino. Al ir desentrañando la causalidad natural, la ciencia no encuentra ninguna intervención milagrosa divina, sino la acción de la naturaleza según sus propias leyes. Un milagro sería una radical viola­ción de las leyes naturales. El ateís­mo aparece cuando se descubre que si Dios no actúa en el orden natural, entonces no hay necesidad para que exista. Ni siquiera la postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante del Big Bang ayuda a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la naturaleza ha ido evolu­cionando según los propios mecanismos naturales propios del cambio hasta llegar a las cosas que en la actualidad conocemos.

El dios antropomórfico de la antigüedad y el dios inmutable de la metafísica griega ya no pueden sostenerse en la realidad develada por la ciencia. El primero falleció de muerte natural apenas apareció el saber objetivo y metodológico. El segundo, ese dios de las relaciones de causalidad de las cosas del universo, fue eliminado cuando la ciencia fue descubriendo los verdaderos procesos dinámicos y los mecanismos por los cuales las cosas cambian y se transforman. La irrupción de la ciencia en nuestra época ha revolucionado los conceptos que por milenios los seres humanos habían tenido de Dios, de sí mismos y de las cosas. La sabiduría tradicional, atesorada por miles de generaciones, ya no satisface al hombre contemporáneo, quien observa con los nuevos ojos de la ciencia el mundo que lo rodea.

La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.

Nuestra era de racionalidad, naturalismo, agnosticismo y ateísmo ha puesto en entredicho la posibilidad de una dimensión transcendente de la realidad. Mediante la ciencia los seres humanos podemos llegar a conocer con gran certeza un universo inmensamente rico de contenidos y significaciones, de posibilidades y manifestaciones, de inmanencias y transcendencias. Estos son los efectos naturales del poderoso surgimiento de la ciencia que incitó al empirista Bertrand Russell (1872-1970) a afirmar que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Igualmente, tiempo después, el neopositivista A. J. Ayer (1910-1989), aseveraba que: “las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos y cualquier declaración sobre la naturaleza de Dios no tiene sentido. En cuanto al universo que está descubriendo la ciencia, el genetista británico J. B. S. Haldane (1892-1964) lo resumía como no solamente más extraño de lo que imaginamos, sino de lo que nos podemos imaginar. Si bien es cierto que el universo es más complejo de lo que podemos imaginar, no lo es tanto como para no tener la posibilidad de llegar a conocer objetivamente, mediante el método científico, la causalidad, por la cual las cosas interactúan.


Dios en la ciencia


Es claro que la existencia del universo es una puerta abierta que la ciencia no es capaz de cerrar por ella misma, colándose mucha incertidumbre. Por una parte, Dios es una existencia  impenetrable para la ciencia y los sentidos, ya que simplemente Él no es observable ni está sujeto a la experimentación. Por la otra, la existencia del universo no puede ser explicada recurriendo al mismo universo; necesariamente se requiere postular un agente externo al universo para establecer su necesidad. De allí que sin contradecir el conocimiento científico, sino apuntalándolo, se puede concluir necesariamente que el universo es una creación de Dios. La ciencia quedará agradecida que se pueda cerrar la mencionada puerta. Sin duda se trata de una paradoja: cómo algo perteneciente a un universo completamente físico puede llegar a pensar, concluir y desear la existencia de algo que lo transciende absolutamente. En fin, el universo nos aparece distinto a que si éste se comprendiera sólo por sí mismo y contuviera en sí lo que podríamos atribuir al accionar divino.





24. LA LÍNEA DIVISORIA




La línea divisoria de la realidad y el sentido de vida es un asunto de creencia y también de entendimiento. Ella separa la creencia en la inmanencia de la creencia en la transcendencia. La inmanencia es lo inherente o intrínseco a algún ser, la trascendencia es superar o pasar a un ámbito más allá de uno. También el sentido de la vida es distinto si se cree en lo uno o lo otro. El sentido de la vida inmanente es suponer que lo divino no es relevante y que con la muerte todo termina, por lo que es imperativo el gozo en esta vida y satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción. En cambio, el sentido de la vida trascendente es creer que la muerte nos despoja del cuerpo y que el alma cruza hacia la eternidad, por lo que nuestra acción en la vida está subordinada a lograr la felicidad en el más allá. De este modo, en esta perspectiva la definición aristotélica del hombre como ‘animal racional’ debería ser cambiada por ‘animal trascendente’.

Ejemplos hay muchos para describir ambas creencias. Con respecto a la inmanencia, los totalitarismos suponen que los seres humanos son solo partes del Estado y que están a su servicio, sin considerar también que cada uno es un todo en sí mismo y que el Estado debe estar al servicio de ellos. Se supone que la razón se basta a sí misma para comprender toda la realidad e inventar la tecnología para conquistar y dominar la naturaleza del planeta y satisfacer sus necesidades materiales. Desde la Ilustración se ha creído que el progreso es causado por el esfuerzo de los seres humanos y es sostenido hasta producir la total felicidad de todos. La teoría psicológica de la autorrealización, propiciada por Alfred Adler, Antonio Blay, Carl Jung, Carl Rogers, Abraham Maslow, ha popularizado la idea que en nuestro interior hay un potencial intrínseco que debemos despertar y desarrollar al máximo para ser felices. La idea de la búsqueda de la felicidad la originó Thomas Hobbes, la ensalzó John Loche como la fundación de la libertad, y la proclamó Thomas Jefferson como derecho humano fundamental, de modo que ha llegado a convertirse en meta para los seres humanos, como si ella dependiera de la voluntad humana o se obtuviera con dinero. Carpe diem fue acuñado por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11): ‘Aprovecha el día, no confíes en el mañana’; en la Edad Media era entendido como: "vive el momento porque vas a morir pronto". Y la muerte, que es considerada el término de la existencia y el paso a la Nada, es vista con pánico y se la trata de ocultar en lujosas clínicas donde se intenta a gran costo preservar la restante vida de seres entubados, drogados y aislados, para luego enterrar sus despojos en bellos parques. Claro, en el mejor de los casos una vida humana es considerada como una ola de un vasto océano que termina cuando revienta en la playa, como si lo que importara es la pertenencia al océano.

Referente a la trascendencia, se supone que es el monopolio de las religiones y nos volvemos escépticos cuando el brahmanismo predica la metempsicosis o reencarnación del alma después de la muerte a otro ser vivo o a otro cuerpo inanimado en función de los méritos alcanzados en la existencia anterior, el cristianismo enseña la resurrección de los muertos en el tremendo día del Juicio Final o el islamismo, más sensual, promete el paraíso y 72 huríes a quienes hayan dado su vida por Alá en el combate de la yihad. No obstante, la trascendencia es comprendida propiamente, no por la religión, sino por la religiosidad, que comprende aquellos seres humanos que se sienten íntimamente extasiados por la divinidad y encuentran su sentido de vida y la comprensión de la realidad iluminada por esta intensa luz.


La religión y lo religioso


Se tiende a confundir la religión con lo religioso. Corrientemente, aquella es la socialización de la experiencia religiosa y surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Así, mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. Mientras lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva. Una religión puede prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido y la muerte, una organización jerárquica y autoritaria, dogmática y litúrgica, sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo. Una de las funciones de la religión es establecer las normas para encauzar la acción de los fieles. La norma se torna en moral y ésta, que por esencia es subjetiva, se la transforma en objetiva. La transgresión de la norma es el pecado. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso, desde muy antiguo muchos seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. El ascetismo es usado para alcanzar una unión más perfecta con Dios por medio de una vida de privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis. La mística es un tipo de conciencia muy difícil de alcanzar, en que durante la existencia terrenal pocos intentan salvar el abismo entre lo humano y lo divino, llegándose a una unión directa y momentánea del alma humana con el Absoluto, el Infinito o Dios y obteniéndose visiones o éxtasis místico que corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Es más propio hablar de “conciencia” de la presencia de Dios que de “experiencia”, ya que la actividad mística no es simplemente acerca de la sensación de Dios como un objeto externo, sino que se trata de nuevas formas de conocer y amar basado en estados de conciencia en que Dios se hace presente en nuestros actos interiores. Dios se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad sin límites. Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII) el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro, mientras que aquél comienza desde fuera. En el caso del sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego se puede llegar a una estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en aquél el ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un inmutable, eterno y misterioso Dios que existe al otro lado del abismo que separa lo humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de “unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, y ésta se da tras una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras), para alcanzar el estado de Buda o nirvana.

En el caso del cristianismo la mística está relacionada con la santidad y puede ir acompañada de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas, la bilocación, la levitación, la clarividencia y la percepción extrasensorial.  En el cristianismo el misticismo se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios que produce el éxtasis inefable que anula los sentidos. Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es  solo un aspecto de esta renuncia ascética. Sus preocupaciones son principalmente la modestia, la humildad, la compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la hospitalidad, la limosna, la templanza, la pureza. Esta práctica ascética puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad, como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística, pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que este santo místico llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios mismo, si Él quiere.

Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y una paz tan grandes en la persona, que penetra en todas las células del cuerpo y es probable que su metabolismo no produzca los radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de muertos que desafían el proceso normal de descomposición, como signo de su santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte. Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han sido cubiertos intencionalmente por sosa cáustica para pronto obtener huesos para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de los sepulcros donde yacen sus reliquias se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez, permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos, sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.


Un asunto epistemológico


Pasando a un problema distinto que refuerza la diferencia entre inmanencia y trascendencia pertenece propiamente al conocimiento y se produce por un asunto de excesiva confianza en la razón, en especial tras el racionalismo. Ésta es una teoría epistemológica que considera la razón como fuente única del auténtico conocimiento y llega hasta suponer que la razón es la medida de la transcendencia, en circunstancias que ésta está más allá de la razón. Un tanto a la inversa ocurrió con el empirismo, ya que estima que la trascendencia no tiene sentido, considerando que la única fuente del conocimiento es la experiencia sensorial. El empirista Bertrand Russell (1872-1970) afirmaba que: “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Peor aún, su discípulo A. J. Ayer (1910-1989) sostuvo que las únicas afirmaciones válidas son aquellas que pueden ser verificadas a través de los sentidos y declaró como sin sentido cualquier manifestación sobre la naturaleza de Dios.

Por lo anterior, es de importancia evaluar realistamente la función de la razón. Pensemos primero que la razón representó un gran salto cuántico en la evolución biológica, pues permitió a los seres humanos relacionar lógicamente las cosas y darles nombres. Como entendió Génesis 2 19-20 es que al darles nombres a las especies de animales Adán se constituía en su señor. Desde una perspectiva más epistemológica la razón permitió al ser humano representar como contenidos de conciencia la complejidad de la realidad, que es todo aquello que rodea al sujeto. A través de la razón un ser humano puede tener en su mente una representación abstracta, unificada y ordenada de ideas de una realidad concreta, múltiple, extensa y aparentemente caótica. Además, al tener ideas, él pudo comunicarlas. Al tener lenguaje, le fue más fácil reflexionar. Ello representó una ventaja evolutiva decisiva, pues pudo concebir y fabricar artefactos, acumular conocimientos, elaborar medios para cazar, cobijarse, alimentarse, defenderse, criar su prole, apropiarse de diversos nichos ecológicos y también concertar la acción con sus compañeros. Con el tiempo él pudo filosofar, poetizar, calcular y dramatizar.

La razón es propiamente humana y es parte de la mente, que es la función psíquica del cerebro. En verdad, la razón tiene dos funciones cognoscitivas que se deben a las neuronas asociativas que existen predominantemente en el cerebro humano: el pensamiento lógico o racional y el pensamiento abstracto. Por el primero la mente entiende que si A>B y B>C, entonces A>C. Por el segundo ella primeramente concibe que A(Micifuz), B(Lucifer) y N(nn), que son individuos concretos y particulares, los relaciona englobándolos en la idea o concepto abstracto C(gato); paralelamente, también concibe que D(Argos), E(Nerón) y N(nn), que son perros concretos y particulares, su mente los relaciona en el concepto abstracto F(perro). En segundo lugar, su mente relaciona los conceptos C(gato), F(perro) y N y los engloba en el concepto aún más abstracto y universal de, por decir, animal doméstico. En un orden ascendente en abstracción el concepto más universal de todos es “ser”, ya que se predica de todo lo existente. Toda la actividad racional correcta procede de ambas maneras simples de pensar y que los seres humanos han ido elaborando hacia complejidades.

La razón y la experiencia pueden decirnos muy poco sobre Dios, pues Él está más allá de sus alcances. Pero por esta misma limitación la razón no puede negar la existencia de Dios. San Anselmo de Canterbury (1033-1109) razona que Dios es aquél del que nada más grande puede ser pensado y si existe en la mente, porque es lo más grande, debe también existir en la realidad. Dios es incluso más grande y perfecto que lo propuesto por el deísmo y el teísmo. Mediante el raciocinio y la experiencia, el deísmo admite la existencia de un Dios, creador del universo físico y primera causa, pero niega su intervención en el mundo. Por su parte, el teísmo afirma la existencia de un Dios creador del universo y que interviene en su gobierno y evolución. Para la razón Dios puede llegar a ser uno, verdad, amor, sabiduría, conocimiento, omnipotente, omnisciente, omnipresente, inmutable, infinito, eterno, perfecto, inmenso, simple, libertad, bondadoso, inescrutable, santo, justo, misericordioso, soberano, existe por sí mismo, y, desde el punto de vista de la ciencia, sería energía.



Dos fenómenos verdaderos pero imposibles de demostrar empíricamente


Desde tiempos muy remotos ha habido el entendimiento que la muerte no acaba con la persona. Existen dos fuentes para conocer algo sobre el más allá y son la mediumnidad y las experiencias cercanas a la muerte (ECM). Ambos son fenómenos paranormales y, por tanto, al margen del conocimiento científico, ya que se fundamenta en las relaciones causales naturales, además no está en posición de negarlo. La mediumnidad es una facultad que muchas personas tienen y que las capacita para entrar en contacto con el mundo espiritual. Se manifiesta según efectos físicos, sensitivos, auditivos, parlantes, videntes, sonámbulos, curanderos. Un médium es toda aquella persona que está capacitada para servir de puente canalizador o intermediario entre el mundo material y el espiritual. No se describirá aquí por ser un fenómeno ampliamente conocido.

La verdad es el esfuerzo de ajustar la idea con la realidad. En la perspectiva de la supervivencia un error puede ser fatal. En el caso de nuestra futura existencia en la eternidad la importancia que aceptemos o no la ECM es relevante, ya que de esta creencia puede depender el sentido que imprimamos a nuestra vida y, consecuentemente, la conducta moral que cada uno juzgará justo después de su propia muerte y que determinará la mayor o menor cercanía de la propia conciencia a Dios, centro del amor y la felicidad.

El fenómeno sobre la ECM ha sido pioneramente estudiado por el médico psiquiatra Raymond Moody (1944- ) y descrito en su libro Vida después de la vida. Algunos científicos critican a Moody porque la evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los testimonios, como por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo. En efecto, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya que se trata simplemente de fenómenos paranormales que los científicos no pueden sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. Moody describe las etapas de una ECM, que son: 1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2. Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez. 5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso. 8. Ver una revisión panorámica de su vida. 9. Sensación de aversión con la idea de volver a la vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet (ver por ejemplo el libro de William Buhlman, Aventuras fuera del cuerpo, http://onironautas.org). Si Moody recogió alrededor de 100 testimonios, en https://www.nderf.org. se encuentran algunos 4.600 testimonios de ECM, de los cuales aproximadamente el 10% se refieren a experiencias en el más allá. Este hecho ocurre en la época del internet, ya que es tan sencillo subir las propias experiencias a la Red, por lo que se puede acceder a innumerables testimonios de ECM.    

Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad histórica. La estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. Quien ha buscado o no lo divino estará finalmente en condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.


La inmanencia y la trascendencia en la política


En general, en el curso de la historia escrita la religión, supuestamente detentadora del poder espiritual, ha batallado contra el poder temporal para imponer su doctrina de ser representante de la voluntad divina. Sin embargo, la inmanencia no es el poder temporal ni tampoco la trascendencia es el poder espiritual. Ambos poderes surgen de la violencia y la crueldad para explotar, oprimir o esclavizar a la mayoría de los individuos y que puede englobarse en el ‘estado llano’ o el ‘pueblo’. Cabe preguntarse si la historia de los acontecimientos políticos fue de designio divino al crear al ser humano. Sin duda, si los seres humanos somos animales, seguimos los avatares de éstos en cuanto a dolores, precariedades, enfermedades y muerte. Así lo exigen las leyes de la evolución biológica. Pero también vivir es agradable y tiene recompensas. No obstante, la organización política es deplorable por la irremediable injusticia que fuerzan quienes están en el poder, en circunstancias que el ser humano llega a imaginar un mundo de justicia y solidaridad. Precisamente, estos sueños han circulado esperanzadoramente desde al menos un par de milenios a través de relatos del “milenio” (ver Apoc. 20). Las numerosas profecías recopiladas sobre esta próxima era describen una situación muy distinta a la práctica política conocida, porque reflejará la voluntad divina. A continuación se resumirá brevemente estas profecías (ref.: http://unihum2016parte3.blogspot.com).

Los días oscuros en el comienzo del milenio serán seguidos por días de júbilo y felicidad. Todo el mundo será transformado en un instante, va a ser un tiempo bueno y feliz, de paz, armonía, justicia, prosperidad, libertad y reconocimiento de Dios y durará hasta el fin del mundo. No habrá pobreza ni hambre. Una nueva humanidad emergerá que seguirá las prácticas de la unidad, el amor y la comprensión. Habrá total igualdad y hermandad entre las personas y se amarán unos a otros, compartiendo todo. No habrá más guerras. Todos aceptarán a Jesús como el líder universal. Los líderes del pueblo serán elegidos, no por su partido político, sino por su amor, sabiduría y coraje que demuestran de poder trabajar por el bien de todos. El mundo será como un jardín lleno de toda belleza y las personas van a crecer en su comprensión del Creador. Los hombres cultivarán la tierra con sus propias manos y no habrá almacenes, ni tiendas, ni supermercados. Trabajarán sin sudor y no habrá más un amo. Cada uno tendrá tiempo para consagrarse a las actividades espirituales, intelectuales y artísticas. Cada uno trabajará en un huerto, con casi ningún esfuerzo físico. Todo el mundo podrá vivir donde quiera y tendrá tanta tierra como puedan manejar. El suelo va a ser muy productivo. Las ideas tendrán el poder de circular libremente. La gente estará interesada ​​ ​​en la sabiduría. Cuando una persona se haga adulta, no habrá sensación de ansiedad, ni odio, ni competencia. Habrá una enorme sensación de confianza y respeto mutuo. Habrá terminado la publicidad y el lujo. Los pueblos vivirán sin necesidades. La principal preocupación de la gente van a ser los niños y todo el mundo considerará que es el bien más preciado en el mundo. En el futuro no habrá casi ninguna tecnología y todo será hecho con las manos, sin la utilización de máquinas sofisticadas. La tierra se transformará en un paraíso. Los mares serán provechosamente explotados en beneficio del ser humano. El agua y el aire volverán a ser puros. El bosque crecerá de nuevo. Los ríos van a volver a ser claros, los animales y las aves se repondrán. Los parásitos desaparecerán. La tierra será como un jardín. El clima se convertirá en más cálido.